Santo Ambrósio

{ quarta-feira, 18 de junho de 2008 }


La Agonía en el Huerto
Negación de Pedro
El Juicio del Señor
El Fin de Judas
La Crucifixión

La Agonía en el Huerto

Lc. 22, 39-53.

56. Padre, si es posible, pase de mí este cáliz . Existen muchos autores que toman este pasaje como argumento para sostener que la tristeza del Señor fue una prueba de debilidad que El tuvo toda su vida y, por tanto, que no le sobrevino sólo durante este tiempo, y así, parece como si quisieran retorcer el sentido natural de las palabras. Por lo que a mí se refiere, no sólo no creo que haya que excusarle, sino todo lo contrario; para mí no hay otro pasaje en el que admire más su amor y su majestad; y es que su entrega a mí no hubiera sido tan grande si no hubiese tomado mis mismos sentimientos. Así, pues, no hay duda que sufrió por mí Aquel que nada propio tenía por lo que pudiera sufrir, y, dejando a un lado la felicidad de su eterna divinidad, se dejó dominar por el tedio de mi enfermedad. El ha tomado sobre sí mi tristeza para comunicarme su alegría, y descendió sobre nuestros pasos hasta la angustia de la muerte, para llevarnos, so­bre sus pasos, a la vida. Y por eso hablo con plena confianza de la tristeza, ya que predico la cruz; en verdad, no tomó de la encarnación una apariencia, sino la misma realidad. En efecto, El debía tomar sobre sí el dolor para vencer la tristeza, no para aniquilarla, pues, de lo contrario, los que tuvieran que soportar la angustia sin dolor, no podrían ser alabados por su fortaleza.

57. Y así dijo: El varón de dolores sabe soportar los sufri­mientos (Is. 53,3), y nos dio una lección para que aprendiéramos, también con el caso de José, a no temer la cárcel (1), ya que en Cristo hemos aprendido a vencer la muerte, o mejor, el modo de vencer la angustia actual por la muerte futura. Pero ¿cómo te vamos a imitar, Señor Jesús, si no es siguiéndote como hombre, creyendo que has muerto, y contemplando tus heridas? Y, ¿cómo los discípulos habrían creído que Tú habías muerto si no hubiesen sentido la angustia del que está para morir? Así, aquellos por quienes Cristo sufría, se duermen sin conocer el dolor; esto es lo que leemos: El carga sobre sí nuestros pecados y sufre por nosotros (Is 53,4). No son tus heridas, Señor, las que te hacen sufrir, sino las mías; tampoco es tu muerte, sino mi enfermedad ; y te hemos visto en medio de esos dolores cuando estás doliente, no por ti, sino por mí; has enfermado, pero por nuestros pecados (Is 53,5), es decir, no porque hubieras recibido del Padre esa en­fermedad, sino porque la habías aceptado por mí, ya que me traería un gran bien el hecho de que "pudiéramos aprender en ti la paz y de que sanases, con tu sufrimiento, nuestros pecados" (ibid.).

58. Pero ¿qué tiene de maravilloso que el que lloró por uno, aceptara la misión de sufrir por todos? ¿Por qué maravillarse de que sintiera tedio en el momento en que iba a morir por todos, cuando, en el instante de resucitar a Lázaro, comienza a derramar lágrimas? Allí le conmovieron las lágrimas de su piadosa her­mana, ya que le llegaron al fondo de su alma humana, y aquí le impulsaba a obrar el pensamiento profundo de que, al mismo tiempo que aniquilaba nuestros pecados, desterraba de nuestra alma la angustia por medio de la suya. Y quizás por esto se entris­teció, puesto que, después de la caída de Adán, de tal modo estaba dispuesta nuestra salida de este mundo, que nos era necesaria la muerte, pues Dios no creó la muerte ni se alegra de la perdición de los vivos (Sap 1,13), razón por la que a El le repug­naba sufrir aquello que no hizo.

59. Después dijo: Aleja de mí este cáliz. Como hombre El rehúsa morir, pero, en cuanto Dios, El mantiene su senten ­ cia; a nosotros nos resulta del todo imprescindible morir al mundo si queremos resucitar para Dios, con objeto de que, según la sentencia divina, la ley de la maldición sea saldada por el retorno de nuestra naturaleza al limo de la tierra.

60. Y cuando dijo: No se haga ni voluntad, sino la tuya, relacionaba la suya con su humanidad y la del Padre con la divinidad, ya que la voluntad del hombre es temporal, mientras que la de la divinidad es eterna. No es distinta la voluntad del Pa­dre y la del Hijo, pues donde hay unidad de divinidad debe exis­tir unidad de voluntad. Aprende, pues, a estar sometido a Dios para que no elijas tu propio querer, sino que puedas saber qué es lo que agradará a Dios.

61. Y ahora examinemos el valor de las propias palabras: Mi alma está triste, y en otra parte: Mi alma se halla ahora en un estado de turbación extrema —y no es que se arrepienta de haber tomado un alma, sino que es esta alma aceptada la que se turba, ya que el alma está sujeta a las pasiones, mientras que la divinidad está libre de ellas—, y después dijo: El espíritu está pronto, pero la carne es débil. No es El quien está triste, sino su alma. Tam­poco es la Sabiduría la que se entristece, ni la sustancia divina, sino el alma, pues El ha tomado sobre sí mi alma y mi cuerpo. No me engañó de que fuera algo distinto de lo que parecía: El parecía que estaba triste, y lo estaba en realidad, no por sus sufri­mientos, sino por nuestro distanciamiento de El. Por ese motivo dijo: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas (Mt 26,31; Zac 13,7). Sentía profundo dolor porque nos dejaba en estado de infan­cia. Por lo demás, ya nos declara la Escritura con qué arrojo se ofreció a la muerte y cómo salió al encuentro de los que le bus­caban, dando con ello fuerzas a los débiles, excitando a los que dudaban y dignándose recibir el beso del traidor.

62. Nada más concorde con la verdad que aceptar que la tristeza se la causaban sus perseguidores, ya que El sabía que expiarían su sacrilegio en medio de suplicios. Y por eso dijo: Aleja de mí este cáliz; y no era que el Hijo de Dios temiera la muerte, sino que no quería que los malos se condenaran. Por lo que muy bien dijo: Señor, no les imputes este pecado (Lc 23,34), con el fin de que su pasión fuese capaz de comunicar la salvación a todos.

63. Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? Ver­daderamente que es grande la manifestación del poder divino, y grande también esta lección de virtud. El proyecto de traición se está llevando a cabo, y la paciencia sigue sin acabarse. Señor, Tú te entregaste al que te traicionaba, mientras pones de mani­fiesto su secreto. También te entregaste al que te traicionaba, cuando le hablaste del Hijo del hombre, ya que lo que se apresaba allí, no era la divinidad, sino la carne. Lo cual resulta una gran confusión para el mayor ingrato que haya existido, puesto que entregó a Aquel que, siendo Hijo de Dios, quiso hacerse por nosotros Hijo del hombre; parece decirle: ¡Por ti, ingrato, he tomado esto que tu ahora entregas! ¡Qué hipocresía! Yo entiendo que hay que leerlo como una pregunta, tal vez, para que se vea cómo corrige al traidor mostrándole un gran sentimiento de amor. Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? En otras palabras: ¿Me entregas al sufrimiento a causa de mi entrega amorosa? ¿Vas a hacer que se derrame mi sangre como pago de mi caridad servicial, y me vas a entregar a la muerte precisamente con el símbolo de la paz? Tú, que eres un siervo, entregas a tu Señor; siendo su discípulo, traicionas a tu Maestro, y tú, que eres un elegido, entregas a tu Creador? Aquí se cumple aquello de: Las heridas de un amigo son de más valor que los besos interesados de un enemigo (Prov 26,6). Esto es lo que se dice del traidor. Y ¿qué es lo que está escrito del hombre leal? Helo aquí: Que él me bese con los ósculos de su boca (Cant 1,1).

64. Y le besó; y no se hace una justificación en este pasaje del disimulo, sino que se nos quiere hacer ver que no huía de la traición y que seguía amando al traidor a quien no había negado esa manifestación de amor; de ahí que esté escrito: Era pacífico con los que odiaban la paz (Ps 119,6).

65. “Y al signo convenido —sigue diciendo— los que habían venido con los palos le apresaron”. Sin embargo, no son las armas las que son capaces de someter al que es Señor de todo, sino los misterios. Y por eso, cuando El habló, cayeron hacia atrás. ¿Qué necesidad tengo yo de legiones de ángeles y de ejércitos celes­tiales? La sola voz del Señor les produce un terror más fuerte. Eso fue lo que escogió, como indicio evidente de la majestad di­vina, aquel que había reposado sobre el pecho de Cristo (2). Y la turba entonces se dispone a maniatar a Aquel que lo estaba deseando, y así lo cargan de cadenas. ¡Oh insensatos y pérfidos! No es de esa manera como uno se adueña de la Sabiduría, ni es con cadenas como se apresa a la Justicia.

66. Y el celo de los apóstoles no se hizo esperar. Por eso, Pedro, instruido en la Ley, hombre de corazón, pronto, sabiendo que Finees fue tenido como justo por haber matado a los sacrílegos (Ps 105,30ss), hiere al siervo de los príncipes de los sacerdotes. Y poco después el Señor curó la herida sangrante, poniendo en su lugar los misterios divinos, de modo que el siervo del príncipe de este mundo, esclavo del poder terreno, no por derecho de su nacimiento, sino por su caída (3), ha recibido una herida en su oreja por no haber escuchado las palabras de la Sabiduría. En verdad, todo el que comete el pecado, se hace esclavo del pecado (Io 8,34). Habéis sido vendidos —dijo Isaías— por vuestros pe­cados (50,1): Por nuestros pecados hemos sido vendidos, y la re­dención de estos pecados se ha llevado a cabo gracias a la bondad de Dios. Y si Pedro hirió con advertencia plena la oreja, era para enseñarnos que en adelante ellos no debían tener orejas exteriores, sino que las debían tener en el interior. Con todo, el buen Maestro le devolvió la oreja para mostrarles, según las palabras del profeta (Is 6,10), que también pueden ser curados aquellos que, al con­vertirse, participan de las heridas de la pasión del Señor; y eso, porque los misterios de la fe borran cualquier pecado.

67. Así, pues, Pedro cortó una oreja. Y ¿por qué Pedro? Porque él fue quien recibió las llaves del reino de los cielos, y él es quien condena y quien absuelve, puesto que ha recibido las potestades de atar y desatar. El corta la oreja del que escucha con maldad y, por medio de la espada espiritual, corta también la oreja interior que no entiende con rectitud.

68. Tengamos cuidado para que a ninguno haya que cor­tarnos la oreja. Se lee la pasión del Señor: si sostenemos que la debilidad y sufrimiento corporales afectaban a su divinidad, quie­re decir esto que nuestra oreja ha sido seccionada y cortada por Pedro, el cual no soportó que Cristo fuese tenido como un profeta, sino que nos enseñó a proclamarle taxativamente como Hijo de Dios, por medio de una perfecta confesión de fe (Mt 16,14ss). Por tanto, cuando leemos que Cristo fue apresado, pongamos aten­ción para no escuchar y creer a aquel que nos diga que fue apre­sado en cuanto a su divinidad, y sin El quererlo y sin poder para evitarlo. Es cierto que fue cogido, como atestiguó Juan (18,12), en la realidad de su cuerpo, pero ¡ay de aquellos que encadenan al Verbo! Atan a Cristo, al que ven como puro hombre, y no piensan que encadenan al que todo lo sabe ni reconocen en El al que todo lo puede. Tristes cadenas en verdad, las de los judíos, con las cuales no atan a Cristo, sino que se encadenan a sí mismos. Y resulta que es maniatado, no en casa de un hombre piadoso y justo, sino en casa de Caifás, es decir, en una casa impía, donde, como constaba por las profecías, había de morir por todos (Mt 26,57; Io 18,24). ¡Qué insensatos resultan aquellos que recono­cen los beneficios y persiguen al autor de ellos!

69. Puesto que su oído había perdido la sensibilidad, perdie­ron la oreja. En realidad, no son pocos los que no poseen aquello que creen tener. Dentro de la Iglesia todos lo tienen, y todos los que están fuera de ella carecen de ello. Quizás les cortó la oreja para que no cometieran más pecados escuchando aquello que después no podrían cumplir. Así es como el Señor confundió en otro tiempo las lenguas de los que edificaban la torre (Gen 11,7ss), para que, no entendiéndose, no pudiesen seguir constru­yendo su impío proyecto.

70. Comprende, si puedes, cómo al contacto con la mano derecha del Salvador huye el dolor y se curan, sin más medicamen­tos que su contacto, las heridas. El barro reconoce a su obrero, y la carne se pone a disposición de la mano del Señor que la tra­baja; pues el Creador realiza su labor como mejor le place. Así es como El devolvió la vista al ciego aquel, de quien se nos habla en otro lugar, cuando le untó los ojos con lodo (Io 9,6), siendo como un retorno a su primera naturaleza. Había podido mandarlo, pero quiso El mismo realizarlo, para que reconozcamos que es El quien ha formado, del limo de la tierra, los miembros de nues­tro cuerpo, haciéndolos aptos para diversas funciones, y El tam­bién quien les dio vida al infundirles la fuerza del alma.

71. A continuación llegaron y le apresaron, haciendo posible, por causa de esa condescendencia a su pasión no dominada, que su perdición fuese más irremediable, ya que esos infelices no com­prendieron el misterio ni miraron con veneración esa actitud de piedad tan elemental de que El no permitiese ni que sus mismos enemigos fuesen heridos. Ellos se disponían a dar muerte a aquel Justo, que era precisamente el que curaba las heridas de sus perseguidores.

Notas:

(1) Algunos han querido ver una alusión a su tratado De Ioseph; no se descarta la posibilidad de que directamente aluda a la Sagrada Escritura.

(2) San Juan es, en efecto, el único de los cuatro evangelistas que ha relatado la pregunta del Señor a sus enemigos, y el efecto de su palabra sobre la turba le hizo caer en tierra.

(3) Malco es representado aquí como figura de Adán o, más exactamente, de toda la humanidad caída.

Negación de Pedro

Lc 22,54-62.

72. Y Pedro le seguía a lo lejos. Con razón dice que le seguía de lejos, ya que estaba próximo a negarle; pues no podría ha­berle negado si se hubiese mantenido cercano a Cristo. Con todo, quizás debamos tener para con él una gran reverencia y admiración, puesto que, aun con mucho miedo, no abandonó al Señor. El miedo es propio de la naturaleza, pero la solicitud es hija de la piedad. Lo que uno teme es algo extraño; sin embargo, aquello de lo que no se puede huir es algo propio. Si él sigue, lo hace por una devota entrega, pero la negación es algo propio de la sorpresa. Su caída es algo común, su arrepentimiento está provocado por la fe. Ya había comenzado a arder el fuego en la casa del príncipe de los sacerdotes; y Pedro se acercó para calentarse, puesto que, una vez preso el Señor, se había enfriado también el calor de su alma.

73. Y por el hecho de que quien primero lo denuncia sea una esclava, cuando los que mejor le podían conocer eran los hombres, ¿qué nos quiso dar a entender, sino que también el sexo femenino había tomado parte pecaminosamente en la muerte del Señor y que sería, por lo mismo, también redimido por la pa­sión del Señor? Y por eso es una mujer quien recibe primero el misterio de la resurrección y guarda lo que se le había mandado (Io 20,14ss), con objeto de poder deshacer el antiguo error de la prevaricación.

74. Y al ser denunciado, Pedro reniega —admitamos, pues, que Pedro renegó, ya que el Señor le dijo: Tú me negarás tres veces (Mt 26,34), y, en verdad, prefiero creer que Pedro renegó antes que pensar que el Señor se equivoca—; y ¿qué es lo que él negó? Exactamente lo que había imprudentemente prometido. El había valorado su entrega, pero no había reflexionado sobre su condición humana y fue castigado por haber presumido de que moriría por El, cosa que es un regalo del poder divino y no un fruto de la debilidad del hombre (1). Si él pagó tan caro una palabra imprudente, ¿qué pena no tendrá reservada la falsa fe?

75. Y ¿dónde tiene lugar la negación de Pedro? No en la montaña, ni en el templo, ni en su casa, sino en el pretorio de los judíos, en la casa del príncipe de los sacerdotes. Le niega allí donde no está la verdad, allí donde fue apresado Cristo, donde fue atado Jesús. ¿Cómo no iba a caer aquel a quien había intro­ducido dentro una portera de los judíos, que fue la que le inte­rrogó? Desgraciadamente Eva sedujo a Adán, y también desgraciadamente una mujer fue quien introdujo a Pedro; pero el primero cayó en el paraíso, donde la caída era irreparable; éste, en cambio, en el pretorio de los judíos donde es difícil que se dé la inocencia. Al primero se le prohibió el pecar, al segundo se le había pre­dicho su error. La caída del primero fue causa del engaño del segundo, pero éste reparó la de aquél.

76. Hemos de considerar también en qué estado de ánimo renegó. El tenía frío. Si atendemos a la estación, debemos recono­cer que no podía hacer mucho frío, pero lo cierto es que allí donde no se reconoce a Jesús, hace frío, como lo hace también allí donde no había nadie que viera la luz y donde se negaba el fuego que consume. Se trataba, pues, de un frío del alma, no del cuerpo. Y así Pedro se había arrimado a los carbones, porque tenía el corazón frío. Pero la lumbre de los judíos no es buena; abrasa, pero no calienta. Malo, en verdad, es ese fuego que esparce una especie de cenizas de error aun sobre las almas de los santos, por causa de la cual se cegaron también los ojos interiores de Pedro, es decir, no sus ojos corporales, sino los de su alma, que era con la que había visto a Cristo.

77. Tal vez alguien me diga: ¿Pero tú condenas hasta esos elementos que usaban los judíos? No, no condeno los elementos, puesto que no son algo propio de los judíos, sino que lo que con­deno es esa otra llama que es la falsa fe. Y esta llama de los judíos es la que condeno, siguiendo la divina sentencia del Señor cuando dice: Vuestra plata ha sido reprobada (Ier 6,30). Si la plata de los judíos ha sido rechazada, también su fuego (2) ha sido reprobado. En realidad, en el fuego y en el oro de los judíos estaba figurada la cabeza del becerro (Ex 32), que no era otra cosa que los principios del sacrilegio.

78. Pero examinemos el contenido de la negación, ya que, siguiendo a los evangelistas, se obtiene un contenido más rico. Y así, el que Pedro pudiese pecar, parecería una cosa tan extraña, que su pecado ni siquiera los evangelistas lo pudieron comprender (3). Por eso, cuando la criada denuncia a Pedro el ser de los que estaban con Jesús Nazareno, Mateo escribe que su primera palabra fue responder: No sé lo que dices. Y esto mismo es lo que afirma Marcos, que siguió a Pedro y pudo conocer mejor este detalle de sus mismos labios. Esta es, pues, la primera palabra de la negación de Pedro, con la cual, sin embargo, no parece que quiera negar al Señor, sino sólo alejarse de la denuncia de la mujer.

79. Pero profundiza en qué es lo que él niega. Dice que no era de esos que estaban con Jesús de Galilea, o, como escribió Marcos, con Jesús Nazareno. ¿Negó, acaso, que había estado con el Hijo de Dios? Esto era lo mismo que decir: No reconozco como Galileo o Nazareno al que reconozco como Hijo de Dios. Es propio de los hombres el llevar el nombre de los lugares donde nacieron, pero el Hijo de Dios no puede ser designado con el nombre de su patria, ya que ningún lugar puede limitar su majes­tad. Y para que te des cuenta cómo lo dicho responde a la verdad, también existe un ejemplo que lo prueba; en efecto, cuando, en otro pasaje, preguntó el Señor a los discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?, y unos respondieron que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas, Pedro res­pondió: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16,16ss). ¿Acaso le negó en esta ocasión porque prefiriera mejor confesarle como Hijo de Dios que como Hijo del hombre? ¿Cómo podremos pen­sar que estuviera equivocado cuando precisamente fue el mismo Cristo quien lo aprobó con toda claridad?

80. Pero todavía tienes más detalles. Cuando Pedro fue preguntado: ¿Y tú eres también de esos que estaban con Jesús de Galilea?, dejó de lado esa expresión de eternidad —ya que los que habían comenzado a ser, no existían por sí mismos—, en otras palabras: sólo se puede decir que existía el que desde el principio existía (Io 1,1).

81. Y añadió: Yo no soy; y es que el "ser" es algo propio del que es siempre. Y por esa razón dijo Moisés: El que es me ha enviado (Ex 3,14). Y como de nuevo se le instase a responder si era de ellos, lo negó, como consta por Marcos, para que comprendas que el evangelista estaba más de la parte de la verdad que de la condescendencia (4) y que, aunque negó que era de ellos, no renegó de Cristo. Había negado el consorcio con los hombres pero no la gracia de Dios. Había negado que era de los que estaban con el Galileo, pero no negó que estaba con el Hijo de Dios.

82. Y al fin, acusado, según Mateo, de que estaba con Jesús de Nazaret, contestó: No conozco a ese hombre. Los dos evangelistas de los que estamos tratando (5) han dejado escrito lo mismo, es decir, que él la tercera vez había respondido con juramento que no conocía a ese hombre. Con toda razón podía negar al hombre aquel que le reconocía como Dios. No hay duda que, cuando hay que hacer un juramento, se prepara con cuidado la respuesta; pues aunque Pedro renegó, no perjuró, y, en efecto, el Señor no le había anunciado que perjuraría. Y si el juramento, aun en el caso de Pedro reviste tales dejos de duda, ¡qué peligro hemos de ver en él!

83. Juan nos refiere que Pedro, cuando fue preguntado por la sirvienta, si era de los discípulos de ese hombre, la primera vez, respondió No soy (18,17), y, en verdad, él no era apóstol de un mero hombre, sino de Cristo. También después Pablo negó que era apóstol de un hombre cuando dijo: Pablo, apóstol no de hombres ni hecho por hombres, sino por Jesucristo y por Dios Padre (Gal 1;1). Y para que no pareciera que en el misterio de la Encar­nación quedaba alguna cosa dudosa, añadió: Que lo resucitó de entre los muertos (ibid.), y así puedes creer en su humanidad después de haber creído en su divinidad. Que es lo que expresa en otro lugar, con parecidas palabras, cuando dice: No hay más que un solo Dios y un mediador entre Dios y los hombres, que es Cristo Jesús hombre (1 Tim 2,5). Pero, cier­tamente, se le ha puesto la mediación de Dios antes que los hombres, pues no es suficiente creer ambas verdades, sino tam­bién creerlas con el orden propio de la fe.

84. Por tanto, concuerdan las respuestas de todos, ya que el que dijo: No conozco a tal hombre, expresó lo mismo cuando fue preguntado si era de los discípulos de ese hombre, diciendo: No soy. Y así, no es que negara que era discípulo de Cristo, sino que lo que negó fue que era discípulo de un hombre. De este modo, tanto Pedro como Pablo negaron al hombre, porque con­fesaban que era Hijo de Dios. Y lo mismo que pensó Pedro, lo expresó Pablo, sacando también su provecho. El error de Pedro pasó a constituir una lección para los justos, de igual manera que su debilidad se convirtió en una roca de fortaleza para todos. Tam­bién titubea sobre las aguas, pero tiende su mano a Cristo (Mt 14,30); cae en la montaña, pero es levantado por Cristo (Lc 9,14); como también peligra en el mar, pero anduvo sobre él. En rea­lidad, la debilidad de Pedro es más fuerte que nuestra misma fir­meza. El cae allí donde nadie sube, y duda allí por donde nadie anda. Y, sin embargo, aunque titubeaba al andar sobre las aguas, no cae, camina sin hundirse, vacila sin llegar a la caída. Y, si cae, es sobre el monte donde cae, aunque el caer allí supone para él más felicidad que el estar en pie de otros; esa caída le reporta la dicha de que sea Cristo quien lo levante.

85. Y al ser preguntado otra vez si era de sus discípulos, Juan nos dice que lo negó. Cosa que negó con toda razón, ya que se le preguntaba si era discípulo de aquel de quien, más arri­ba, habían dicho que era hombre. Y que la tercera vez negará que había estado con El, se desprende de lo anterior: con ese a quien vosotros llamáis puro hombre, no he estado, pero del lado del Hijo de Dios no me he separado.

86. También Lucas escribió que, cuando Pedro fue preguntado si era de ellos, respondió la primera vez: Yo no lo he conocido. Y lo dijo con toda justicia, pues no hay duda que habría sido una presunción decir que conocía a Aquel que la mente humana jamás puede abarcar; pues nadie conoce al Hijo sino el Padre (Mt 11,27). La segunda vez, atestigua Lucas, dijo: No soy. Es de­cir, que prefirió negarse a sí mismo antes que negar a Cristo (6) Aunque parecía que él negaba que había estado con Cristo, en realidad se negaba a sí mismo. Con todo, es cierto que por negar su parte humana ya pecó contra el Hijo del hombre, aunque no contra el Espíritu Santo, y por eso fue perdonado (Mt 12,32). Y al ser interrogado por tercera vez, respondió: No sé lo que dices, o lo que es lo mismo, yo no entiendo vuestros sacrilegios.

87. Pero, aunque nosotros le excusemos, él no se excusó, ya que para confesar a Jesús no es suficiente una respuesta ambigua, sino que es necesaria una confesión franca. Porque ¿de qué sirve un rodeo en las palabras, si quieres aparecer como uno que ha renegado? (7). Y por eso se dice que Pedro no respondió así con objeto de dar un rodeo, ya que, cuando después lo recordó, comenzó a llorar. Y así prefirió confesar él mismo su pecado, para que, por la confesión, le fuese perdonado el pecado que había contraído por la negación —pues el justo empieza por acusarse a sí mismo (Prov 18,17)— y después lloró.

88. ¿Por qué lloró? Porque el pecado le cogió de sorpresa. También yo suelo llorar si no peco, es decir, si no me vengo, si no obtengo lo que injustamente deseo; Pedro se arrepintió y lloró porque se había equivocado como hombre. No atiendo tanto a lo que dijo, fijo más mi atención en que lloró. Veo sus lágrimas, no encuentro un afán de excusarse; y aunque no puede defenderse, puede empero lavarse. ¡Que las lágrimas laven ese pecado que no se atreve a confesar de viva voz! Los llantos conducen al perdón y a la honradez. Las lágrimas confiesan la culpa sin temor, las lágrimas reconocen el crimen sin el tormento de la vergüenza, las lágrimas no piden el perdón, pero lo obtienen. Ya he encon­trado el por qué Pedro guardó silencio, era para que una demanda de perdón tan pronta no hiciera más grande su pecado. Es ne­cesario llorar antes, y ya después se puede pedir.

89. ¡Qué buenas lágrimas son las que lavan la culpa! Por eso todos aquellos a los que Jesús mira, lloran. La primera vez, Pedro renegó y no lloró, era porque el Señor no le había mirado. Le negó una segunda vez y tampoco lloró, pues aún no le había mirado el Señor; pero, al negarle por tercera vez, Jesús clavó en él su mirada, y comenzó a llorar con incontenible amargura. Mí­ranos, Señor Jesús (8), para que sepamos llorar nuestro pecado. Con esto se nos enseña que aun la caída de los santos es provecho­sa. Ningún daño me acarreó la negación de Pedro, y, sin embargo, he recibido un gran beneficio de su arrepentimiento. He apren­dido a guardarme de los planes de los hombres de mala fe. Pe­dro, cuando estaba entre los judíos, renegó; Salomón, engañado por sus amigos paganos, cayó en el error.

90. Pedro lloró y con una amargura profunda, lloró con el fin de que sus lágrimas pudieran lavar su pecado. También tú debes llorar tu culpa con lágrimas si quieres conseguir el perdón en el mismo momento e instante en que te mire Cristo. Si te acontece caer en algún pecado, el que está como testigo en lo más íntimo de tu ser, te mira para hacerte recordar y confesar tu error. Imita a Pedro, que, en otro lugar, responde a la tercera pregunta: Señor, Tú sabes que te amo (lo 21,15). Pues como le había negado, serán otras tres las que le confiese, y, habiéndole negado de noche, le confiesa de día.

91. Ahora bien, todo esto está escrito para que comprendamos que nadie se debe vanagloriar; porque si el mismo Pedro cayó porque dijo: Aunque los otros se escandalizaren, yo jamás me es­candalizaré (Mt 24,33), ¿quién podrá presumir, con derecho, de sus propias fuerzas? También David, después de decir: Yo dije en el tiempo de mi bienestar, jamás seré conmovido, confiesa que esa jactancia le hizo engañarse, diciendo: Apartaste tu rostro de mí y fui confundido (Ps 29,7ss).
¿Cómo podrías hacerte presente a mí, Pedro, para que me mostrases en qué pensabas cuando llorabas? ¿De dónde —me pregunto— te podría hacer venir? ¿Acaso del cielo, donde ya tienes un puesto entre los coros de los ángeles, o tal vez de la tumba? En realidad, no creo que pienses que sea una injuria para ti el estar allí mismo de donde resucitó el Señor. Enséñame qué gran utilidad te reportaron las lágrimas. Aunque, en verdad, bien pronto lo has enseñado ; ya que, al llorar después de caer, ese llanto te ha hecho digno de ser elegido para regir a otros, precisa-mente tú que, antes ni a ti mismo eras capaz de gobernarte.

Notas:

(1) Al decir: «animam meam pro te ponam», nota San Ambrosio que San Pedro parecía arrogarse lo que es privilegio del Señor, al que sólo pertenece decir con toda verdad: «potestatem babeo ponendi animam meam».

(2) El fuego es considerado aquí como el crisol donde se purifica la plata de los judíos.

(3) Hay que dejar a San Ambrosio la responsabilidad del desarrollo tan ingenioso, demasiado ingenioso, que hace en este pasaje. Seguramente en todo esto hay que ver una reminiscencia de su vida y profesión anterior y, por otra parte, su inclinación a ver todo bueno en los apóstoles y en las almas santas del Antiguo y Nuevo Testa­mentos.

(4) El evangelio según San Marcos es considerado por la tradición católica como un reflejo de la predicación de San Pedro.

(5) San Mateo y San Marcos.

(6) En latín «non sum» se presta a una doble traducción. A ello alude San Ambrosio.

(7) espués de tanto ingenio manifestado en sus razonamientos leguleyos, San Ambrosio ha terminado por apreciar sanamente, y conforme a la interpretación general, el acto reprensible de San Pedro.

(8) Muchas expresiones de este pasaje se encuentran en el himno de Laudes de los Domingos: «Aeterne rerum Conditor», que se considera como obra de San Ambrosio.

El Fin de Judas

Mt 27,3-10.

93. No cabe la menor duda de que las lágrimas de Pedro eran de las derramadas como fruto de un corazón afectuoso; el traidor no tenía ni idea remota de ese llanto que lograba borrar la culpa, antes, por el contrario, el tormento de su conciencia le hacía con­fesar su sacrilegio, para que, mientras el reo se condena por su propio juicio y expía la falta con un suplicio voluntario, se mani­fieste la piedad del Señor, que no quiere vengarse por su propia mano, y su divinidad, que pregunta a su conciencia por medio de su poder invisible.

94. He pecado —dijo— entregando la sangre del justo. Y aunque la penitencia del traidor es ya vana, puesto que pecó con­tra el Espíritu Santo, con todo, existe algún atenuante en el cri­men al reconocer la culpa. Y aunque no resulta perdonado, sin embargo, comprende el cinismo de los judíos, los cuales, a pesar de ser acusados por la confesión del traidor, no obstante se arrogan los derechos del criminal contrato y se creen exentos de culpa, diciendo: ¿qué nos importa a nosotros; allá tú. Verdaderamente son insensatos al creerse libres y no cómplices del crimen del traidor. En las cuestiones meramente pecuniarias, una vez resarcido el precio, cesa la obligación; así ellos, tan pronto recibieron el precio, llevan a término el sacrilegio, e impulsados por sus malos constantes deseos, toman como cosa suya la funesta venta de sangre, mientras pagan al vendedor el precio de su sacrilegio.

95. Evidentemente, pues, cuando este precio de sangre es colocado en lugar aparte en el tesoro sagrado de los judíos y con el dinero que fue vendido Cristo se compra el campo del alfarero; cuando este lugar es destinado para que sirva de cementerio a los extranjeros, el oráculo profético se cumple claramente y se revela el misterio de la Iglesia naciente. El campo éste figura, según la palabra divina, a todo el mundo (Mt 13,38); el alfarero representa a Aquel que nos formó del barro y del que lees en el Antiguo Testamento: Dios hizo al hombre del barro de la tierra (Gen 2,7), consevando, a voluntad, el poder no sólo de formarlo por la naturaleza, sino también el de reformarlo por la gracia. Porque, aunque caigamos, dominados por nuestros propios vicios, sin embargo, su misericordia nos devuelve el espíritu y el alma, según las palabras de Jeremías (18,2ss) y nos reforma.
96. Además, el precio de la sangre es el precio de la pasión del Señor. Y así, con el precio de su sangre, compró Cristo al mundo, ya que vino para que el mundo fuese salvado por El (Io 3,17), el cual es no sólo obra suya, sino también es algo que le corresponde por derecho. En otras palabras, vino para conser­var para la gracia de la eternidad a todos los que, por el bautis­mo, están consepultados y muertos con Cristo (Rom 6,4.8; Col 2,12). Pero no todos tienen indistintamente un mismo lugar para su sepultura, ya que, aunque el mundo admite a todos los hom­bres, no a todos conserva. Si bien hay un lugar común donde todos habitan, sin embargo, la sepultura es verdaderamente legítima sólo para aquellos que, gracias a la fe, son actualmente de la casa de Dios (Eph 2,19), aunque hubieren estado antes pere­grinando bajo la Ley. Y ¿quiénes son éstos, sino aquellos de quienes se dice: Acordaos de que en otro tiempo fuisteis gentiles y extranjeros, según la carne, de la sociedad de Israel y extraños en la alianza de la promesa? (Eph 2,11ss). Pero éstos ya no son extranjeros ni peregrinos, puesto que han merecido ser compañeros de los santos por derecho de la fe.

El Juicio del Señor

Lc 22,66 y 23,25.

97. Sigue a continuación un pasaje admirable que infunde en el corazón de los hombres una disposición de paciencia para sopor­tar, con igualdad de ánimo, las injurias. El Señor es acusado y calla. Con razón calla el que no necesita defenderse: querer de­fenderse es propio de los que temen ser vencidos. Y no es que, callando, apruebe la acusación, sino que el no protestar es una señal de que la desprecia. Porque ¿qué puede temer aquel que no desea salvarse? Por ser la salvación de todos, sacrifica la suya para obtener la de todos. Pero ¿qué podré decir yo de Dios? Susana calló y venció (Dan 13,35). En verdad, la mejor causa es la que se justifica sin defenderse. También Pilato absolvió en este caso, pero absolvió según su juicio, y le crucificó porque estaba de por medio el misterio. Verdaderamente esto era en parte propio de Cristo y en parte algo también humano, para que los jueces inicuos vieran que no es que no hubiera podido defenderse, sino que no había querido.

98. La razón del silencio del Señor la dio El mismo más adelante, diciendo: Si os lo digo, no me creeréis y, si os preguntare, no me responderéis, Lo más admirable es que El puso más interés en aprobar que era Rey que en afirmarlo con palabras, para que quienes confesaban eso mismo de los que le acusaban, no pu-diesen tener motivo para condenarle.

99. Ante Herodes, que deseaba ver de El algún portento, calló y no dijo nada, y fue porque su crueldad no merecía ver las cosas divinas, y así el Señor confundía su vanidad. Tal vez Herodes sea el prototipo de todos los impíos, los cuales, si no creen en la Ley y en los Profetas, no pueden, ciertamente, ver las obras de Cristo que se encuentran narradas en el Evangelio.

100. Después es enviado a Herodes y de nuevo devuelto a Pilato. Aunque ninguno de los dos lo declaran culpable, sin em­bargo, ambos secundan los deseos de la crueldad ajena. Es cierto que Pilato se lavó las manos, pero no lavó su conducta; ya que, siendo juez, no debió haber cedido ni ante la envidia ni ante el miedo, de manera que debía haber salvado la sangre inocente. Su misma esposa le avisaba, la gracia brillaba en la noche, la di­vinidad se imponía; pero ni aun así se abstuvo de una sacrílega entrega.

101. También me parece ver en él una figura anticipada de todos aquellos jueces que habrían de condenar a aquellos que juzgaron inocentes. Y esa persona unida a Pilato nos muestra que los gentiles son mucho más dignos de perdón que los judíos y pueden ser atraídos a la fe mucho más fácilmente por las obras divinas. Porque ¿cómo podrán serlo aquellos que crucificaron al Dios de toda majestad?

102. Verdaderamente es justo que quienes reclamaban la muerte del inocente, pidiesen la absolución del homicida. Estas son las leyes de la iniquidad: odiar la inocencia y amar el crimen. En este pasaje, la interpretación del nombre nos diseña una figura, ya que el nombre de Barrabás, en latín, quiere decir “hijo de padre”. Y aquellos de quienes se dice: Vosotros tenéis por padre el diablo (Io 8,44) son denunciados como gente que da más importancia al hijo de su padre, es decir, al anticristo, que al Hi­jo de Dios.

103. Y habíendole puesto una vestidura blanca, se lo devol­vió. No sin razón Herodes le cubrió con una vestidura blanca, para significar que su pasión no tiene mancha alguna; y es que el Cordero de Dios inmaculado había tomado gloriosamente sobre sí los pecados del mundo. También en Herodes y Pilato, los cua­les, por medio de Jesús, se hicieron amigos de enemigos que eran, se puede ver una figura del pueblo israelita y del pueblo gentil, ya que, por medio de la pasión del Señor, ambos llegarían a una concordia, aunque en el siguiente orden: primero el pueblo gentil recibiría la palabra de Dios, y después, por medio de la entrega devota a esa fe, la trasmitiría al pueblo judío, para que también éstos tengan la posibilidad de revestir, con la gloria de su majestad, el cuerpo de ese mismo Cristo al que antes despre­ciaron.

104. Después los soldados le pusieron un manto rojo y una túnica de púrpura, la primera como un símbolo de victoria de los mártires, y la otra como una insignia de su majestad regia, y todo porque su carne debía recoger, para nuestro bien, la sangre derramada por toda la tierra y su pasión debía hacer nacer en nosotros a su reino.

105. En cuanto a la corona de espinas puesta en su cabeza, ¿qué otra cosa nos va a querer mostrar que el don de la acción divina, al devolver a Dios la gloria del triunfo, es decir, a esos pecadores del mundo, que son como las espinas de este siglo? Aun los azotes tienen su significado, ya que fue flagelado El para que no lo fuéremos nosotros, pues este hombre herido y que sabe sopor­tar las enfermedades sufre por nosotros (Is 53,3ss), apartando los azotes de nosotros, que antes huíamos de Dios, el cual es un Señor tan paciente, que llega a ofrecer sus propias manos a las cade­nas y su cuerpo a los látigos de los fugitivos (1). Y así, los judíos, aunque con una disposición de ánimo detestable, presagian un éxito glorioso, ya que, mientras le están hiriendo, le coronan, y, burlándose de El, lo adoran. Y si bien no creen de corazón, con todo, rinden homenaje al que dan muerte. Es cierto que no tenían intención de hacer una buena acción, sin embargo, no le faltó a Dios su honor, ya que fue saludado como rey, coronado como ven­cedor y adorado como Dios y Señor.

106. Además, según Mateo, su mano llevaba cogida una caña con el fin de que la debilidad humana ya no fuese más agitada por el viento como si fuera una caña (Lc 7,24), sino que, enraizada en las obras (2) de Cristo, tuviese una base in­conmovible, y, una vez clavado en la cruz (Col 2,14) todo aquello que antes nos era enemigo, cese de tener valor la antigua senten­cia ; según Marcos, con esa caña le hieren su cabeza, con lo cual se nos indica que nuestra naturaleza, fortificada por el contacto con la divinidad (3), no puede ya jamás irse de un lado para otro.

107. Pero es ya tiempo de que el Vencedor levante su trofeo, porque, ya sea Simón o El mismo quien la llevase, es trofeo. Toma, en verdad, la cruz sobre sus hombros como un Cristo quien la ha llevado en el hombre y el hombre quien la llevó en Cristo. Y no pueden estar discordantes las sentencias de los evangelistas cuando está concorde el misterio; también es cierto que éste es el orden que sigue nuestro progreso: primero El levanta el trofeo de su cruz y después se lo entrega a los már­tires para que, a su vez, lo levanten ellos. Quien lleva la cruz no es un judío, sino un extranjero y peregrino, y otro detalle es que no le precede, sino que lo sigue, según lo que está escrito: To­ma tu cruz y sígueme (Lc 9,23). En realidad, Cristo no subió a su cruz, sino a la nuestra. El no murió según su divinidad, sino según su humanidad. Por eso El mismo dijo: Dios mío, Dios mío, mírame! ¿Por qué me has abandonado?
108. Con hermosa intención, al subir a la cruz, se despojó de sus vestiduras reales, para que comprendas que El no padeció en cuanto Dios Rey, sino en cuanto hombre, y aunque en Cristo estaban ambas realidades, sin embargo, fue clavada en la cruz su humanidad y no su divinidad. Los soldados, no los judíos, son los que saben bien en qué tiempo convienen esos vestidos a Cristo. Al juicio compareció como un vencedor, y se acercó al suplicio como un reo humillado.

Notas:

(1) Se puede ver aquí una doble alusión: a nuestros primeros padres, que se esconden de Dios después de su falta; o a los esclavos tránsfugas que se vengan de su señor.

(2) Las obras de Cristo están figuradas por sus manos, entre las cuales está colocada la caña.

(3) La caña de nuestra naturaleza ha sido puesta en contacto con Dios que es «la cabeza de Cristo» (cf. 1 Cor 11,3; más abajo n.115).

La Crucifixión

Lc 23,33-49.

109. Y puesto que ya hemos contemplado el trofeo, vea­mos ahora cómo el triunfador sube a su carro y no cuelga el botín conquistado del mortal enemigo sobre troncos de árboles o sobre las cuadrigas, sino que los despojos arrebatados al mundo los coloca sobre su patíbulo triunfal. No vemos aquí a los pueblos vencidos con las manos atadas a la espalda, ni el espectáculo de ciudades arrasadas o las estatuas de los lugares ocupados; tam­poco observamos las cabezas humilladas de los reyes cautivos, como suele ocurrir entre los triunfadores humanos, ni tampoco contemplamos que se lleva esa victoria hasta los límites de otro país; por el contrario, lo que vemos es precisamente que los pueblos y las naciones, llenos de alegría, son atraídos no por el castigo, sino por la recompensa, los reyes rinden adoración por propia decisión, las ciudades se entregan a un culto voluntario, las estatuas de las poblaciones reciben una especial mejora, no realizada ésta por el arte del colorido, sino hermoseadas por una fe entregada, las armas y los derechos de los vencedores se extienden por todo el orbe; contemplamos asimismo cómo el príncipe de este mundo es cogido preso y cómo los espíritus del mal que vagan por los cielos (Eph 6,12) obedecen a las ór­denes de una palabra humana, y cómo están las potestades sumisas y las diversas clases de virtudes resplandecen, no gracias a su seda, sino gracias a sus costumbres. Brilla la castidad, res­plandece la fe, y la valiente entrega se levanta ya airosa una vez que se ha vestido con los despojos de la muerte. El solo triunfo de Dios, la Cruz del Señor, ya hizo triunfar a todos los hombres.

110. Parece conveniente considerar el modo de subir (1). Yo lo veo desnudo; así tiene que subir el que se dispone a vencer al mundo, de modo que no se debe preocupar en buscar los auxilios del siglo. Adán, que fue a buscar el vestido (Gen 3,7), fue vencido, mientras que el vencedor es Aquel que se despojó de sus vestidos. El subió con la misma realidad con la que la naturaleza nos había formado bajo la acción de Dios. Así había vivido el primer hombre en el paraíso, y así también entró el segundo hombre al paraíso. Y con el fin de que el triunfo no fuera para El solo, sino para todos, extendió sus manos para atraer todas las cosas hacia sí (Io 12,32), con propósito de rom­per las ligaduras de la muerte, atarnos con el yugo de la fe y unir al cielo todo aquello que antes estaba ligado a la tierra.

111. También se coloca una inscripción. De ordinario, a los vencedores les precede un cortejo; y así el carro triunfal del Señor estaba precedido por el acompañamiento de los muertos resucitados. También es costumbre indicar con un escrito el nú­mero de naciones dominadas. En esa clase de triunfos que se dan dentro de un orden preestablecido, existen los pobres cautivos de las naciones vencidas, cosa que es vergonzosa cuando son ellas las desoladas; sin embargo, aquí resplandece le belleza de los pueblos redimidos. Los que llevan el carro son dignos de un triunfo semejante, y así, el cielo, la tierra, el mar y los infiernos pasan de la corrupción a la gracia.

112. Se coloca una inscripción y se pone sobre la cruz, y en la parte inferior de ella, puesto que el principado está sobre sus hombros (Is 9,6). Y ¿qué otra cosa es este principado, sino su eterno poder y su divinidad? Por eso, cuando le preguntaron: Tú quién eres, El respondió: El principio que os habla (Io 8,25). Pero, leamos esta inscripción: Jesús Nazareno —dice— Rey de los judíos.

113. Con toda razón la inscripción está puesta en la parte superior de la cruz, ya que el reino que posee Cristo no es propio del cuerpo humano, sino del poder de Dios. Y con toda justicia está puesto arriba, porque, aunque en la cruz estaba el Señor Je­sús, sin embargo, resplandecía por encima de la cruz gracias a su majestad real. Era un gusano sobre la cruz (Ps 21,7), un escarabajo sobre la cruz. Pero un buen gusano que no se va del árbol, un buen escarabajo que clamó desde la cruz (2). Y ¿qué dijo? Señor, no les imputes este pecado. También le dijo al la­drón: Hoy estarás conmigo en el paraíso, y gritó como un esca­rabajo: ¡Dios mío, Dios mío, mírame!, ¿por qué me has abandonado? Y, en verdad, era un buen escarabajo quien, por medio de los pasos de sus virtudes, dignificaba el barro de nuestro cuerpo, que antes era algo informe y torpe (3) y buen escarabajo también el que levantó al pobre de entre el estiércol (Ps 122,7); levantó a Pablo que se consideró como basura (Phil 3,8), le­vantó a Job que yacía sentado sobre el muladar (Iob 2,8).

114. No se trata, pues, de una inscripción cualquiera. Y aún más, el mismo lugar de la cruz, bien puesta en medio para que fuera vista por todos, o levantada, como discuten los hebreos, sobre la sepultura de Adán (4), tiene gran importancia, ya que convenía que la primicia de nuestra vida se colocara en el mismo sitio donde tuvo lugar el comienzo de nuestra muerte.

115. Se reparten los vestidos, y a todos les favorece la suerte con algo, pues el Espíritu de Dios no está prisionero de la inteligencia del hombre, sino que actúa sobre ella de una ma­nera imprevista. Quizás se pueda ver también en esos cuatro soldados una figura de los cuatro evangelistas, que fueron aque­llos por quienes nos consta esa inscripción que todos podemos leer. Cuando leo: Mi reino no es de este mundo (lo 18,36), me parece leer la inscripción de "Rey de los judíos"; igualmente, cuando leo : y el Verbo era Dios (Io 1,1), me parece ver claro que el proceso de Cristo estaba escrito sobre su ca­beza, pues, la cabeza de Cristo es Dios (1 Cor 11,3).

116. Esos soldados eran los que guardaron a Cristo y los que actualmente lo guardan, para que no haga sentir su pre­sencia en nadie ni descienda sobre alguno, bajando de la cruz, como pedían los judíos (Mt 27,40). Sin embargo, yo anhelo que Cristo muera por mí en su pasión, para que pueda resucitar después de ella. No quiso bajar, haciéndose un beneficio, con el fin de morir por mí. A Cristo se le guarda para nosotros y por nosotros son divididas sus vestiduras. Todo no lo puede poseer cada uno, y por eso echan a suertes la túnica, y es que la dis­tribución de los dones del Espíritu Santo no se lleva a cabo a gusto del hombre, pues, hay una diversidad de operaciones, pero todo lo obra el mismo Espíritu, el cual distribuye a cada uno según quiere (1 Cor 12,6.11).

117. Contempla ahora los vestidos divinos de Cristo. ¿Dónde los buscaré? Búscalos en el Evangelio de Mateo; en él encon­trarás el manto de escarlata (27,28); en el de Juan hallarás el vestido de púrpura (19,2); en el de Marcos, la púrpura solamente (15,17), y en el de Lucas, la vestidura blanca (23,11); por su parte, El estaba contento con cualquiera de esos vestidos. ¡A cuántos ha vestido Cristo con sus vestiduras! Pienso que no ha vestido sólo a cuatro, sino a todos los soldados y, además, en un modo sobreabundante.

118. Pero volvamos a los evangelistas. En verdad, estas cua­tro fracciones no me parecen tanto partes de un vestido cuanto cuatro clases de talentos. Pues, en efecto, uno escribió de un modo más admirable sobre el reino; y otro sobre la formación del hombre, de una manera más extensa. Lucas eligió para sí escribir sobre el fulgor de la vestidura sacerdotal; Marcos apenas si buscó una trabazón en su exposición; y Juan, por así decir, elaboró un hermoso tejido de sentencias, con las cuales revistió nuestra fe. ¿No te parece que este pasaje : En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. El estaba desde el principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El (Io 1,1.3), goza de un encadenado perfecto? Por el contrario, Marcos, como contentándose sólo con el resplandor de la púrpura, afirmó, sin ninguna concatenación verbal: Comienza el evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (1,1).

119. Por tanto, los vestidos repartidos representan a la ac­ción de Cristo, o también a su gracia, pues la túnica no podía ser partida, viendo en ella una figura de la fe, puesto que ésta no se consigue en atención a la herencia de cada uno, sino que pertenece a todos por derecho común; pues aquello que no puede ser dividido en partes, permanece entero para cada uno.

120. Con un profundo sentido dice que era de una pieza tejida toda desde arriba (lo 19,23), porque es así como está tejida la fe de Cristo, con objeto de que baje desde lo divino a lo humano, puesto que, habiendo nacido El de Dios antes de todos los siglos, tomó, en los últimos tiempos, sobre sí la carne. Con lo que se nos quiere enseñar que no debe romperse nuestra fe, sino que ha de permanecer entera.

121. En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. Preciosísimo ejemplo el que aquí se narra de un trabajo de conversión, puesto que se le concede al ladrón tan pronto el perdón, resultando el premio mucho más grande que la petición; en realidad, el Señor siempre da más de lo que se le pide. Aquél pedía que el Señor se acordara de él cuando estuviera en su reino, y el Señor le contestó: En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso; y es que la vida verdadera consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el reino.

122. El Señor perdona prontamente, porque con esa mis­ma prontitud se convirtió el que se lo pedía. De aquí se puede deducir por qué los otros evangelistas muestran a los dos la­drones lanzando injurias, y Lucas, por el contrario, pone a uno blasfemando y al otro rogándole. Pudiera ser que uno de ellos antes estuviera injuriándole y de repente se convirtiera. Y no es de admirar que, si se convirtió, le perdonara la culpa Aquel que concedía el perdón a los mismos que le insultaban. Aunque también cabe la posibilidad de que hablara de uno en plural, como lo hizo en otro texto: Los reyes de la tierra se reunieron y a una se confabularon los príncipes (Ps 2,2); ya que Herodes es el único rey y Pilato el único príncipe que, según el sentir de Pedro en los Hechos de los Apóstoles, conspiraron contra Cristo. Y por esa misma razón puedes leer en la epístola a los Hebreos: Anduvieron cubiertos con pieles de cabra, fueron aserrados y obstruyeron las bocas de los leones (11,33.37), cuando en realidad sabemos que solamente Elías era quien llevaba la piel de cabra (2 Reg 1,8), sólo Isaías fue aserrado (5) y únicamente Daniel fue quien permaneció indemne entre los leones (Dan 6,23).

123. Con todo, ¡qué execrable esta iniquidad de los judíos, que crucificaron al Redentor de todos, como si fuera un ladrón! Aunque no hay duda de que, en sentido místico, El es verda­deramente un buen ladrón, que ha logrado dominar al demonio con el fin de arrebatarle sus instrumentos (cf Mt 12,29). También en ese sentido místico, los dos ladrones son una figura de los pueblos pecadores, que fueron crucificados con Cristo por el bautismo, enseñándonos igualmente su desacuerdo que los creyen­tes serían de diversas condiciones. A continuación dice que uno estaba a la izquierda y otro a la derecha. Y los reproches nos re-velan que el escándalo de la cruz (Gal 5,11) seguirá existiendo aun entre los creyentes.

124. Y los judíos le ofrecieron vinagre. Y con el fin de dar cumplimiento a todo, toma esta corrupción de la verdad para clavar en la cruz todo lo que era vicioso. Así bebe el vinagre, pero no el vino mezclado con la hiel, aunque no lo hizo por la hiel, sino para rehusar las amarguras mezcladas con el vino. Pues, en verdad, aceptando la condición de su cuerpo, tomó las amarguras de nuestra vida. Por eso El mismo dijo: Me dieron como comida hiel y como bebida para mi sed, vinagre (Ps 68,22). Sin embargo, no se debía haber mezclado el amargor a la verdad, para que se pudiera ver cómo la inmortalidad futura de los resuci­tados no tendrá amargura, puesto que esa inmortalidad, que cierta-mente se avinagró en el vaso de la humanidad, debía ser repa­rada en Cristo. Así, pues, El bebe vinagre, que es lo mismo que decir que el vicio de esa mortalidad, corrompida por Adán, es en ese momento arrojada lejos de la caña (6), para ser eliminado dicho vicio del cuerpo humano. Por lo cual, arrojemos también nosotros en Cristo todos esos vicios nuestros que hemos acumulado por una incuria negligente de nuestro cuerpo o de nuestra alma; arrojémoslos en El por medio del bautismo, para que nos crucifiquemos en Cristo; echémoslos sobre El por la penitencia; a cambio, El nos comunicará la realidad incorruptible del vino, que es su sangre celestial.

125. Y al fin, tan pronto como bebió el vinagre, dijo: Todo está consumado, pues todo el misterio de esa carne mortal que había tomado, estaba cumplido, y, una vez eliminados todos los vicios, sólo quedaba la gloria de la inmortalidad.

126. Por lo cual dijo: Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu. Expresándose con toda perfección, El encomienda su espíritu, puesto que lo conserva, pues, aunque lo encomienda, no lo pierde. El espíritu es, en verdad, algo valioso y cuyo precio hay que guardar; por eso dijo aquél: ¡Oh Timoteo, guarda el buen depósito! (2 Tim 1,14). Y después encomienda el espíritu a su Padre; por eso dijo: Tú no dejarás mi alma en . el infierno (Ps 15,10). Contempla, pues, el gran misterio. Mientras encomienda su espíritu en las manos del Padre, permanece dentro del seno del Padre, ya que nadie distinto del Padre es capaz de conte­ner al Cristo total. Y así dijo: Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí (Io 14,10). Encomienda, pues, su espíritu al Padre. Pero co­mo El está presente en los cielos, ilumina los infiernos para rescatar todas las cosas, pues Cristo lo es todo en todas las cosas (Col 3,11), aunque El obre en cada uno. La carne muere para resucitar y el espíritu se lo encomienda a su Padre para que los mismos cielos se vean libres de las cadenas de la iniquidad y se lleve a cabo una paz que la misma tierra podrá imitar.

127. Y, dicho esto, entregó su espíritu. Muy bien está dicho ese entregó, ya que no lo perdió contra su voluntad. Y así Mateo dice: Entregó su espíritu, porque lo que se entrega es algo voluntario, pero lo que se pierde se realiza por necesidad. Y por eso añadió: con una gran voz. En este hecho podemos ver, o bien un glorioso testimonio de que se abajó hasta la muerte por nuestros pecados —y, en verdad, no seré yo quien se avergüence de confesar lo que Cristo no se avergonzó de pro-clamar con gran voz—, o una evidente manifestación de Dios, sellando la unión entre la divinidad y la carne. Por eso lees: Jesús, dando un grito, exclamó diciendo: Dios mío, Dios mío, mírame! ¿Por qué me has abandonado? Es el hombre el que clamó, puesto que la separación de la divinidad le hacía morir. Y como la divinidad está libre de toda muerte, ésta no se podría producir a no ser retirándose la vida, ya que la divinidad es la vida (7).

128. Lo que sigue nos muestra claramente que el fin del mundo tendrá lugar a causa de la impiedad de los malos. Por eso la pasión del Señor nos quiere enseñar que acabarán las co­sas presentes para que surjan las futuras. Y las tinieblas han ofus­cado los ojos de los incrédulos para que pueda resucitar la luz de la fe. El sol se ha ocultado o ha huido de los sacrílegos con el fin de tapar el espectáculo deprimente de su crimen. Las piedras se han hecho añicos para mostrarnos, por medio de las grietas abiertas en esas rocas, el futuro, ya que en él la fuerza de la palabra penetrará hasta en lo más duro de los corazones, con objeto de que, como predijo Jeremías (16,16), sea el Señor quien cace más fácilmente en las cavernas de las rocas a los mis­mos cazadores. Y los monumentos abiertos, ¿qué otra cosa sig­nifican, sino la resurreción de los muertos, una vez rotas las ligaduras de la muerte, en cuyo semblante se ve la fe y cuya apariencia es todo un símbolo, ya que, al salir a la ciudad santa, anunciaban, ante la vista de los presentes, que la Jerusalén celes­tial será la morada eterna de los resucitados? También el velo se rasga, hecho que nos declara, o bien la separación de los dos pueblos, o bien la profanación de los misterios de la Sinagoga. El velo viejo se rasga para que la nueva Iglesia pueda colocar sus colgaduras. Ha desaparecido el velo de la Sinagoga para que podamos contemplar al descubierto (2 Cor 3,14), con la mirada de nuestra alma, los misterios secretos de la religión. Y, por fin, he aquí que hasta el mismo centurión confiesa que Aquel a quien han crucificado es el Hijo de Dios. ¡Oh, qué corazones de los judíos, más duros que las rocas! Las piedras se parten, mientras que sus espíritus se endurecen. El juez les acusa, el que le mar­tiriza cree, el traidor paga su crimen con la muerte, los elementos se esconden, la tierra tiembla, los sepulcros se abren, y, sin em­bargo, la dureza de los judíos permanece inconmovible ante estas sacudidas de todo el universo.

129. Allí estaban contemplando el espectáculo algunas mujeres, y allí estaba también su Madre, anteponiendo el celo de su ternura a los peligros que corría. Y el Señor, que permanecía suspendido en la Cruz, despreciando sus padecimientos, encomen­daba a su Madre haciendo un supremo alarde de piedad. No sin razón es Juan quien lo cuenta con toda profusión de detalles; los otros, en efecto, describieron la conmoción del mundo, la acción de las tinieblas oscureciendo el cielo, la huida del sol. Mateo y Marcos, que dieron más importancia al aspecto humano y moral, añadieron: ¡Dios mío, Dios mío, mírame! ¿Por qué me has abandonado?, para que creyésemos que la naturaleza humana asumida por Cristo es la que había subido a la cruz. Y Lucas es quien ha afirmado con más claridad cómo el ladrón, gracias a la intercesión sacerdotal (8), obtuvo el perdón, y cómo, con el mismo beneficio, pidió misericordia para los mismos judíos que lo perseguían.

130. Y Juan, que fue quien penetró con más profundidad en los misterios divinos, trabajó sin cesar para declarar que aquella que había engendrado a Dios, había permanecido virgen (9). El es el único que enseña lo que no consignaron los otros, es decir, cómo, mientras estaba en la cruz, se dirigió a su Madre, Aquel que, vencedor de los suplicios y de los tormentos y triun­fador sobre el diablo, creía más importante cumplir sus deberes de piedad que entregar el reino de los cielos. Pues, si el hecho de que el Señor perdone al ladrón es algo verdaderamente sa­grado, mucho más lo es que el Hijo honre a su Madre (10).

131. Que no se vaya a pensar que he cambiado el orden por haber puesto la absolución del ladrón antes que esas pala­bras dirigidas a su Madre, ya que, como venía a salvar a los pecadores (1 Tim 1,15), no creo que sea absurdo el que yo, en mis escritos, le imite a llevar a cabo la misión que se propuso de buscar y salvar a un pecador. Y por ese motivo El mismo preguntó: ¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?, y es que no había venido precisamente a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mt 12,48; 9,13). Pero allí habló en metá­fora, y, en cambio, aquí no se pudo olvidar de su Madre y la llamó desde la cruz, diciéndole: He ahí a tu hijo, y a Juan: He ahí a tu madre. Cristo hacía su testamento desde la cruz, tes­tamento que recogía Juan en su libro, como un testigo digno de tan gran testador. Un testamento que es de gran valor, aunque no ciertamente pecuniario, sino vital, escrito no con tinta, sino por el Espíritu de Dios vivo (cf. 2 Cor 3,3). Mi lengua es la pluma de un amanuense que escribe con rapidez (Ps 44,3).

132. Por su parte, María no aparecía indigna de ser Madre de Cristo, ya que, cuando los apóstoles huyeron, Ella perma­neció al pie de la cruz, contemplando con sus piadosos ojos las heridas de su Hijo, aunque no atendía tanto a la muerte de su Hijo cuanto a la salvación del mundo. Tal vez, porque sabía que de la muerte de su Hijo brotaba la redención del mundo, Ella, que era “la morada del Rey” (11), pensaba que con su propia muerte podría ayudar en algo a la gracia que se derramaba sobre todos. Pero Jesús no necesitaba ayuda para redimir a todo el universo, pues El mismo dijo: Me he constituido como un hom­bre que no tiene ayuda y libre entre los muertos (Ps 87,6). El recibió ciertamente el cariño de su Madre, pero no buscó su ayuda humana. En El, pues, tenemos un maestro de piedad. Este texto nos enseña qué es lo que debe imitar todo afecto materno y cómo regular el respeto de los hijos, para que las madres se ofrezcan a defender a los hijos cuando éstos peligran, y ellos, a su vez, tengan en más valor la solicitud materna que la tristeza de la propia muerte.

133. En este pasaje se nos presenta un testimonio sobreabundante de la virginidad de María. Pero no se trata aquí de que la esposa rechace a su marido, ya que está escrito : Lo que Dios unió, no lo separe el hombre (Mt 19,6), sino que aquel que tuvo durante todo su matrimonio el velo del misterio, no tenía ya necesidad de esa unión, una vez que esos misterios se cumplieron (12). Tal vez pudiéramos ver en esto, siguiendo un sentido moral, que la castidad sólo se guarda con el sacrificio.

134. En verdad, a Juan, el más joven de todos, le ha encomendado un misterio que no nos es lícito escuchar con oídos indiferentes. No hay duda de que el trato frecuente con un joven, así como la belleza de su juventud, son peligrosos para las mu­jeres, porque, tal vez, alguna, mirando la cosa externa, sin preo­cuparse del misterio, queriendo gozar de Cristo, pretenda imitar las apariencias de María, sin imitar su voluntad; así lo entien­den, por desgracia, esas mujeres del montón que, abandonando a su marido ya viejo, se unen a otro más joven. Que esa tal se dé cuenta de que aquí se trata del misterio de la Iglesia, la cual antes estaba unida al pueblo antiguo, aunque en apariencia, no en realidad, después dio a luz al Verbo y lo sembró en los cuerpos y en las almas de los hombres por medio de la fe en la cruz y en la sepultura del cuerpo del Señor, eligiendo, por precepto divino, la unión con otro pueblo más joven.
135. Yo me pregunto por qué no leemos que fuera traspasado antes de su muerte y sí después de ella, y no veo otra razón que la de que, tal vez, nos quiera enseñar que su muerte ha sido voluntaria y no obligada, y también que conociéramos el orden de los misterios, puesto que los sacramentos del altar no preceden al bautismo, sino que éste está antes, al que sigue la bebida. Con ello también se nos avisa que nos demos cuenta que, aunque la naturaleza de su cuerpo era mortal y su condición semejante a la nuestra, con todo, era, por gracia, del todo diferente. Pues no cabe duda que, después de la muerte, la sangre se solidifica en nuestro cuerpo; y, no obstante, de ese cuerpo incorrupto, aunque muerto, manaba la vida para todos; en efec­to, salió agua y sangre, la primera para lavar, y para redimir la segunda. Bebamos, pues, este nuestro remedio, para que, bebién­dolo, nos veamos libres.

Notas:

(1) Recuérdese el n.108, con el que se une esta exposición, después del paréntesis del n.109.

(2) San Ambrosio ha seguido en el texto de Habacuc o la versión de los LXX u otra semejante, que traen la palabra «escarabajo». El texto hebreo y la Vulgata no traen esa palabra. San Jerónimo reprueba a los que comparan al Señor a un escarabajo (In Habacuc: PL 25,1296-1298).

(3) Alusión a la vida de los escarabajos y al lugar donde se suelen encontrar, al menos una especie de ellos.

(4) Cf. ORÍGENES, ln Mt. 126 (PG 13,1777), donde menciona esta opinión sin indicar el origen. En otros lugares se habla de su fuente judía. Esto ha tenido mucha reper­cusión casi hasta nuestros días; pero carece de fundamento y de toda verosimilitud. Es de suponer que los judíos no hubieran escogido tal lugar para la ejecución de los condenados a muerte.

(5) Cf. 1.9.° n.25 y la nota

(6) El vinagre fue presentado al Crucificado en una esponja colocada en el extremo de una caña: ya conocemos que para Ambrosio la caña es figura de la debilidad humana,

(7) A primera vista, este texto sería violento en la doctrina de San Ambrosio, pa­reciendo que la muerte de Cristo se debe a que la divinidad se retira de El. No es imposible dar una interpretación ortodoxa: la divinidad retira la acción preservativa que mantenía la vida humana de Cristo y permite a la muerte hacer su obra, San Am­brosio se inspira en San Hilario, cf, PL 9,79-80.

(8) El calificativo sacerdotal se debe, tal vez, al carácter general del evangelio de San Lucas, como se dijo al principio del mismo.

(9) Cf. más abajo el n.133 y más aún el De institutione virginis, c.7, que ofrece un gran parecido con este pasaje. La constancia de la Virgen al pie de la cruz, un argumento para la virginidad de la Madre de Dios.

(10) Sería muy conveniente que se tuviera presente este pensamiento de San Ambrosio en la pastoral y en los escritos sobre la Virgen, algunos de los cuales, ciertamente, no están en la línea tradicional del pensamiento cristiano. Más todo hay que examinarlo dentro del plan general del pensamiento teológico de San Ambrosio. No hay oposición ninguna en la entrega del reino ni en la veneración a su Madre benditísima, que tam­bién entraba en su obra redentora como Socia suya.

(11) Expresión delicada en San Ambrosio, al que la mariología tanto debe. Tal vez sorprenda a algunos esta expresión aplicada a la Virgen. Sin embargo, la tradición patrística y litúrgica es constante en afirmarla. Ella es la corte, el palacio, la morada por excelencia del gran Rey. En la cruz, cuando es de todos abandonado, Ella sigue siendo su corte, su morada, como en la encarnación. El misterio de Cristo es muy profundo, y no podemos contentarnos con una somera y superficial exposición, como hoy tantas veces sucede. Por eso se han dejado oír unas voces extrañas en lo tocante a la doctrina mariológica de la Iglesia.

(12) San Ambrosio sigue fiel a su pensamiento expresado en el libro 2 ° n.4, y supone que San José vivía en el momento de la pasión del Señor. No es ésta la opinión común.

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