São João Crisóstomo

{ quarta-feira, 18 de junho de 2008 }


 


 


A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron


Homilía XII


La ley natural


 


A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.



Homilía exegética del Evangelio según San Juan. San Juan, cap. I, v. 11.

TEXTO COMPRENDIDO:


San Juan, cap. I, v. 11. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.


EXPOSICIÓN HOMILÉTICA:



I. Introducción.
II. Los suyos son los judíos. Ilústrase la exposición con otros pasajes de la Escritura y ponderáse la diferencia de judíos y gentiles.
III. La causa de tanto mal para los judíos fue la incredulidad, nacida de la soberbia.
IV. De aquí provino también su envidia contra los gentiles. Pondérase cuán irracional era. Testimonios de San Pablo contra los judíos.
V. Exhortación a evitar la soberbia y considerar la propia miseria.

I


Cap. I, v. 11. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.


Si os acordáis de las ideas que preceden, añadiré lo que sigue a continuación con más gusto, por ver que lo hago con grande utilidad. Pues de esta manera para vosotros será más fácil de entender mi palabra, por acordaros de lo ya dicho, y yo no necesitaré tanto trabajo, pues podréis por la mucha aplicación penetrar lo demás con mayor perspicacia. El que siempre pierde lo que se le da, siempre necesitará de maestro, y nunca llegará a saber nada; pero el que conserva lo que recibió y añade más todavía, pronto de discípulo llegará a maestro, y será útil no sólo para sí, sino también para todos los demás. Así espero yo que ha de suceder con esta reunión, y lo conjeturo por la grande atención que me prestáis. Ea, pues, depositemos en vuestras almas, como en segurísimo tesoro, la riqueza del Señor, y examine­mos lo que hoy se nos propone, en cuanto nos favorezca la gracia del Espíritu Santo.

II


Dijo (el Evangelista) que el mundo no le conoció, hablando de los tiempos antiguos. Después desciende también a los tiempos de la predicación (evangélica) y dice: A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron, llamando ahora suyos a los judíos, como a pueblo pecu­liar, o también a todos los hombres, como a criados por El. Y así como más arriba, atónito de la necedad de los más de los hombres, y avergonzado por causa de toda nuestra naturaleza, decía que el mundo hecho por El no reconoció a su Criador, así en este lugar a su vez, amargado por la ingratitud de los judíos y de la mayor parte de los demás hombres, pone la acusación con más energía, diciendo: Los suyos no le recibieron, y eso, cuando El vino a ellos.

Y no sólo el Evangelista, sino también los Profetas decían con admiración lo mismo, y últimamente Pablo, lleno de estupor por este motivo. En efecto, los Profetas, revistiendo la persona de Cristo, cla­maban de esta manera: Un pueblo a quien no conocí me sirvió, con obediencia me obedeció; hijos extraños me mintieron; hijos extraños envejecieron y erraron sus caminos (Ps. XVII, 45, 46). Y de nuevo: Aquellos, a quienes no se habló de El, le verán y los que no oyeron entenderán (Isai., LII, 15): y además: Fui hallado por los que no me buscaban; me manifesté a los que no preguntaban por mí (Is., LXVI, 1). Y San Pablo, escribiendo a los romanos, decía: Pues ¿qué? Lo que buscaba Israel, ésto no lo alcanzó, mas los escogidos lo alcanzaron (Rom., XI, 7). Y otra vez: Pues, ¿qué diremos? —Que los gentiles que no seguían la justicia, han alcanzado la justicia; mas Israel, yendo tras la ley de justicia, no ha llegado a la ley de justicia (Rom., IX, 30). Y es verdaderamente cosa que pone asombro, cómo los educados en los libros de los Profetas, los que cada día oyen a Moisés, que dice tantas cosas de la venida de Cristo, y a los demás Profetas de las épocas siguientes, más todavía, los que veían al mismo Cristo, hacién­doles cada día milagros, y hablando con ellos solos, el cual por enton­ces ni aún a los discípulos permitía ir camino de gentiles, ni entrar en ciudad de samaritanos, y tampoco El lo hacía, sino que una y otra vez decía haber sido enviado para las ovejas descarriadas de la casa de Israel; sin embargo, a pesar de tantos milagros en su favor, de la voz de los Profetas que oían diariamente, de las amonestaciones continuas del mismo Cristo, tan absolutamente cegaron y ensordecieron, que con nada de esto pudieron ser traídos a creer en El. Y en cambio los gentiles, sin haber gozado de ninguno de estos favores, ni haber oído jamás, ni aun por sueño, los divinos oráculos, antes envueltos siempre en fábulas de locos (pues a esto se reduce la filosofía profana), y revolviendo las vaciedades de los poetas, y sujetos a la adoración de troncos y piedras, y no sabiendo cosa útil ni sana, ni en doctrina, ni en costumbres, ya que su vida era más impura y execrable que sus doctrinas —y ¿cómo no lo había de ser, viendo como veían a sus dioses que se gozaban en toda maldad, y eran adorados con torpes palabras, y obras todavía más torpes, y esto tenían por fiesta y honor, y eran honrados por sus execrables asesinatos y muertes de niños, y así trataban sus adoradores de imitarlos?—; a pesar de todo, hundidos en el abismo de toda maldad, de repente, como por encanto, se nos presentan resplandecientes arriba, en la misma cumbre de los cielos.

III


¿Cómo tuvo esto lugar y por qué causa? Oyelo de labios de San Pablo. Pues él no cesó de investigarlo con gran diligencia, hasta hallar la causa, y se la descubrió a todos los demás. Y ¿cuál es ésta? Y ¿de dónde a los judíos tanta ceguedad? Oyeselo decir a él, que estuvo encargado de este ministerio. ¿Qué es, pues, lo que él dice, para soltar la duda de muchos? No conociendo ellos, dice, la justicia de Dios, y tratando de establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios (Rom., X, 3). Por eso les fue tan mal. Y otra vez, explicando lo mismo de otro modo, dice: Pues ¿qué diremos —Que los gentiles que no seguían la justicia han alcanzado la justicia, pero la justicia que es por fe; mas Israel, que iba tras la ley de justicia, no ha llegado a la ley de justicia. Dime: ¿por qué? porque no (la buscaron) por fe, pues tropezaron en la piedra del escándalo (Rom., IX, 30, 32): Y lo que dice significa: la causa de estos males fue para ellos la incredulidad; y ésta nació de la soberbia. Porque cómo, habiendo sido antes superiores a los gentiles por haber recibido la ley y conocer a Dios, y todo lo demás de que habla San Pablo, después de la venida de Cristo vieron que también aquellos por la fe eran llamados con el mismo honor, y que recibida la fe no había diferencia entre circunciso y gentil; de la soberbia pasaron a la envidia, sintiéndose mordidos de ella, y no pudieron sufrir la benignidad inefable y sobreabundante del Señor. Lo cual no les nació sino de su arrogancia, perversidad y odio de los demás.

IV


En efecto, ¿qué daño se os seguía a vosotros, oh hombres los más insensatos, de la providencia ejercida en favor de otros? ¿En qué se disminuían vuestros bienes, porque otros participaran de los mismos? ¡Ciega es, verdaderamente, la maldad e incapaz de ver por el momen­to lo que conviene! Comidos, pues, de envidia, por haber de tener participantes de su misma libertad, volvieron la espada contra sí, y de esta manera rechazaron la benignidad de Dios. Y con sobrada razón. Pues El dice: Amigo, no te hago injusticia; quiero dar también a éstos lo mismo que a ti (Matth., XX, 13, 14). Mejor dicho, ellos no son dignos ni aún de esta respuesta. Porque aquel, aunque lo llevaba a mal, con todo, podía alegar los trabajos de todo el día, y fatigas, calores y sudores; pero ellos ¿qué pueden decir? Nada de eso, si no es pereza, intemperancia e innumerables males que continuamente les reprendían los Profetas todos, por lo cual también ellos ofendieron a Dios lo mismo que los gentiles. Y esto lo declaraba Pablo, diciendo: Porque no hay distinción (entre judíos y gentil); pues todos pecaron y necesitan de la gloria de Dios, siendo justificados de balde por la gracia de el (Rom., III, 22, 24). Este capítulo lo desarrolla en aquella carta con utilidad y grande sabiduría. Y más arriba hace ver que son dignos de mayor castigo. Porque todos los' que en la ley pecaron, dice, por la ley serán juzgados (Ibid., II, 12); esto es, más duramente, pues además de la naturaleza tienen la ley que los acusa. Y no sólo por esta razón, sino también por haber sido causa de que entre los gentiles fuera Dios blasfemado: Porque mi nombre, dice, es por vues­tra causa blasfemado entre los gentiles (Rom., II, 24; Is., LII, 5; Ezech., XXXVI, 20). Ya, pues, que esto era lo que más los carcomía —como que a los mismos convertidos del judaísmo a la fe les parecía cosa estupenda, y por eso echaban en cara a Pedro, cuando volvió a ellos de Cesarea, que había ido a gente incircuncisa, y comido con ellos; y aún después de enterados de la providencia de Dios, todavía aún así se admiraban de cómo se había derramado también a los gentiles la gracia del Espíritu Santo, dando a entender con su asombro que jamás hubieran esperado ellos esta maravilla—: como sabía, pues, que esto era lo que más les llegaba al alma, no deja piedra por mover, a fin de vaciar su hinchazón y deshacer su arrogancia, inflada hasta más no poder.
Y mira cómo lo hace. Después de haber hablado de los gentiles, y demostrado que no tenían por ningún aparte excusa alguna ni espe­ranza de salvación, y reprendídolos fuertemente por su perversidad de doctrinas e impureza de vida, traslada su razonamiento a los judíos, y después de haber recapitulado lo que de ellos dijo el Profeta, que eran execrables, fraudulentos, astutos, que todos se hicieron inútiles, y que nadie entre ellos buscaba a Dios, sino que todos se desviaron y otras
cosas semejantes, añadió: Y sabemos que cuanto la ley dice, se lo dice a aquellos que están en la ley; para que toda boca se cierre, y todo el mundo se sujete a Dios... Pues todos pecaron y necesitan de la gloria de Dios (Rom., III, 18, 23). Luego, ¿por qué te engríes, oh judío? ¿Por qué te ensorberdeces? Cerrada queda tu boca, destruida tu libertad, con todo el mundo quedas tú también hecho súbdito, y lo mismo que los demás estás en necesidad de ser justificado gratuitamente. Debieras, cierto, aunque hubieses obrado bien, y tuvieses mucha li­bertad con Dios, no envidiar por eso a los que habían de obtener misericordia y ser salvos por clemencia. Porque maldad extrema sería consumirse por los bienes ajenos, y sobre todo cuando no se te seguía de ello perjuicio alguno. Si la salvación de los demás dañara a tus bienes, tendría razón de ser la tristeza: aunque ni aún entonces para quien sabe filosofar (y ser virtuoso). Pero si ni con el castigo ajeno aumenta tu premio, ni con su bien disminuye, ¿por qué te atormentas a ti mismo, porque otro se salva gratis? Convenía, pues, como antes he dicho, que aunque fueras del número de los que obraron bien, no te mordiera la envidia por la salvación concedida gratis a los gentiles, pero, siendo como eres reo de los mismos delitos ante el Señor, y habiéndolo ofendido lo mismo también tú, llevar a mal los bienes ajenos, y engreírte como si tú solo debieras ser particionero de la gracia, es hacerte reo no sólo de envidia y arrogancia, sino también de extrema locura, y acreedor por ello a todos los más terribles tormen­tos: pues plantaste en ti mismo la soberbia, que es raíz de todos los males. Por lo cual un sabio decía: Principio de pecado es la soberbia (Eccli., X, 15); esto es, raíz, fuente y madre. Así cayó el primer hombre de aquel feliz estado; así también el mismo Satanás que le engañó fue derribado de la cumbre de su dignidad. De ahí que, viendo el perverso que la naturaleza de este pecado bastaba para derribar de los mismos cielos, emprendió este camino, cuando trató de derribar a Adán de tan grande honor. Pues habiéndole inflado con la promesa de la igualdad con Dios, le hizo reventar y le derribó a las mismas profundidades del infierno. Y es que nada hay que así nos enajene de la benignidad de Dios, y deje a merced del fuego del infierno, como la tiranía de la soberbia. Porque si la tenemos, toda nuestra vida se corrompe, por más que ejercitemos la castidad, la virginidad, el ayu­no, la oración, la limosna y cualquiera otra virtud. Inmundo, dice (la Escritura), delante del Señor todo soberbio en su corazón (Prov., XVI, 6).

V


Reprimamos, pues, esta hinchazón del alma, sajemos este tumor, si es que queremos ser puros y librarnos del suplico preparado para el diablo. Pues, en efecto, que el arrogante haya de sufrir necesariamente lo mismo que él, óyeselo decir a San Pablo: No sea neófito, para que hinchado de soberbia, no caiga en el juicio y lazo que el diablo (1 Tim., III, 6). ¿Qué significa juicio? En la misma condenación, dice, en el mismo suplicio.
Pues ¿cómo, se dirá, puede uno huir de este mal? Si considera su propia naturaleza y la muchedumbre de sus pecados, la grandeza de los tormentos de la otra vida y lo pasajero de lo que en ésta parece glorioso, que no se diferencia del heno, y se marchita con más facilidad que las flores de primavera.
Si revolvemos continuamente estas ideas dentro de nosotros mis­mos, y tenemos en nuestra memoria a los que más se distinguieron por su virtud, no podrá fácilmente levantarnos el demonio, por mucho que se esfuerce, ni aún comenzar siquiera a suplantarnos. El Dios de los humildes, el bueno y benigno, El nos de a vosotros y a mi un corazón contrito y humillado. Puesto que así podremos llevar a cabo todo lo demás con facilidad, para honor de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre, juntamente con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

Homilía XII


TEXTO COMPRENDIDO EN LA HOMILÍA:


Cap. 1, v. 14. Y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.


EXPOSICIÓN HOMILÉTICA:



I. Introducción, en que hace ver cómo la reprensión pasada procedía del amor.— Propone las palabras de San Juan con la ilación del contexto inmediato, que las precede.— vimos su gloria: no la hubiéramos visto, si El no se hubiera abajado a nosotros.
II. ¿Qué significa gloria como del Unigénito del Padre? El Evangelista nos hace desviar la vista de la gloria de Moisés, Elías, etc., para hacer que la fijemos en el Unigénito del Padre. La palabra como no significa aquí semejanza, sino identidad; "gloria como correspondencia a quien era el Unigénito del Padre". Comparación popular para explicarlo.
III. Se explica la gloria de Jesucristo. La gloria de Jesucristo se manifestó en los milagros que hizo; en toda la creación, que le obedeció como a Señor; en los hombres, especialmente en el testimonio que de El dieron el Padre y el Espíritu Santo. —Otras maravillas después de este testimonio.
IV. Gloria de Jesucristo en las maravillas obradas en las almas.
V. Gloria de Jesucristo en los padecimientos y muerte de cruz y en los frutos de ella recogidos por la predicación del Evangelio.
VI. Conclusión. Los que sabemos tales enseñanzas de la gloria de Jesucristo, debemos vivir de suerte que veamos la gloria de Jesucristo en la otra vida. De lo contrario, todo es perdido para nosotros. Exhortación.

I


1, 14. Y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.


Quizá os parecimos ayer más molestos y pesados de lo justo, por haber usado de un modo de hablar más fuerte y habernos extendido en reprender la desidia de muchos. Si lo hubiéramos hecho sólo por causaros dolor, justamente lo llevaría a mal cada uno de vosotros; pero si por mirar a vuestro bien no hicimos caso del agrado de las palabras, aunque no queráis llevar a bien nuestra solicitud, a lo menos debierais perdonar a nuestro amor paternal. Porque en gran manera tememos no sea que mientras nosotros nos esforzamos y vosotros no queréis mostrar la misma diligencia en oír, hayáis de dar cuentas más estrechas. Por esta razón nos vemos continuamente en la necesidad de excitaros y despertaros, a fin de que nada de cuanto decimos se os pase por alto. Así es como podréis vivir ahora con gran libertad de espíritu, y presentaros aquel día con la misma en el tribunal de Cristo.

Ya, pues, que hace poco os reprendimos suficientemente, entre­mos hoy desde el principio a exponer las palabras de la Escritura.

Y vimos, dice, su gloria, gloria como del Unigénito del Padre. Después de haber dicho que llegamos a ser hijos de Dios, y hecho ver que esto no se llevó a cabo sino por haberse el Verbo hecho carne, añade que todavía de aquí se siguió otra ganancia. Y ¿cuál es? Vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre: la cual no la hubiéra­mos visto, si no se hubiera dejado ver por el cuerpo contubernal y semejante al nuestro. Porque si aún el rostro de Moisés, con ser él de nuestra misma naturaleza, no lo pudieron ver glorificado los de su tiempo, antes fue necesario un velo que sombrease la intensidad de la gloria del justo, a fin de que su rostro de profeta se les mostrara blando y apacible, ¿cómo hubiéramos podido nosotros, los de barro y de tierra, aguantar la divinidad sin velo, siendo, como es, inaccesible a las mismas potestades superiores? Por eso puso su habitación entre nosotros, para que pudiéramos acercarnos a El y hablarle y estar con El con grande placer.

II


Y ¿qué significa gloria como del Unigénito del Padre? Como también fueron gloriosos muchos de los Profetas, como el mismo Moisés, como Elías y Eliseo, llevado el uno en carro de fuego y el otro trasladado con muerte ordinaria, y después de ellos fueron glorio­sos Daniel y los tres jóvenes, y otros muchos que hicieron milagros, y los ángeles que aparecieron entre los hombres y descubrieron a la vista de ellos el fúlgido resplandor de su propia naturaleza, y no sólo los ángeles, sino también los querubines y hasta los serafines que se dejaron ver del Profeta con mucha gloria; de ahí que, apartándonos de todo eso el Evangelista y desviando nuestra atención de las criaturas y del resplandor de nuestros consiervos, nos hace fijarnos en la misma cumbre de todos los bienes. Porque no es, dice, la gloria que vimos la de un profeta, ni de un ángel, ni de un arcángel, ni de las potestades superiores, ni de alguna otra criatura, si es que la hay, sino la del mismo Señor, la del mismo Rey, la del mismo real y Unigénito Hijo, la del mismo Dueño de todos nosotros. Y aquella palabra como en este lugar no significa semejante ni comparación, sino afirmación y determinación que no deja lugar a duda; como si dijera: Vimos su gloria, tal como era justo y natural que la tuviera el que era Hijo Unigénito y natural de Dios, Rey del Universo. Y así es costumbre vulgar, pues no he de tener reparo en acreditar mi discurso con el uso ordinario de hablar, ya que en él no trato de atender a lo hermoso de las palabras ni a la armonía de la composición, sino solamente a vuestra utilidad, por donde nada obsta que lo confirme por el uso del vulgo. ¿Y éste cuál es? Cuando ven algunos al Emperador revestido de grande ornato y resplandeciendo por todas partes con piedras pre­ciosas, si cuentan a otras aquella hermosura, aquella elegancia, aque­lla gloria, enumeran cuanto les es dado lo vistoso de la púrpura, la grandeza de las perlas, la blancura de los caballos, el oro del yugo, el estrado radiante de luz; pero cuando, después de enumerar éstas y otras cosas, no pueden con sus palabras poner delante de los ojos todo aquel resplandor al punto añaden: "¿A qué decir más? En una palabra, como Emperador", no porque con la palabra como quieran dar a entender que aquel de quien hablan sea semejante al Emperador, sino más bien que es realmente el mismo Emperador. Pues del mismo modo el Evangelista puso la palabra como, queriendo mostrar sin comparación la grandeza y sobreexcelencia de la gloria. Porque todos los demás, ángeles, arcángeles, profetas, todo lo hacían mandados, pero El con la potestad propia del Rey y Señor; y esto mismo era lo que admiraban las muchedumbres, cuando las enseñaba como quien tenía potestad.

III


Así que aparecieron, como he dicho, también los ángeles en la tierra con mucha gloria, como a Daniel, a David, a Moisés; pero todo lo hacían como quienes eran siervos y tenían señor; más El, como Señor y Dueño de todas las cosas, y eso aunque estuviera en forma vil y humilde; pero aún así, la creación reconoció a su Señor. ¿Cómo? Una estrella desde el cielo llamó a los Magos para que le adorasen; grande muchedumbre de ángeles, derramándose por todas partes, anun­ciaba a su Señor y le cantaba himnos, y brotaron de repente otros pregoneros que, saliéndose al encuentro unos de otros, evangelizaban este indecible misterio: a los pastores, los ángeles, y a los de la ciu­dad, los pastores; Gabriel a María y a Isabel; y a los que estaban en el templo, Ana y Simeón. Y no sólo los varones y las mujeres llegaron al colmo de la alegría, sino que aún el niño que todavía no había salido a luz, el habitador del desierto, del mismo nombre que nuestro Evangelista, saltó de regocijo dentro del seno de su madre; y en fin, todos estaban elevados sobre la tierra con las esperanzas de lo venide­ro. Y esto acontecía hacia el tiempo de su nacimiento; pero cuando se descubrió ya más, aparecieron a su vez otras maravillas mayores que las primeras. Porque ya no era una estrella, ni el cielo, ni ángeles y arcángeles, ni Gabriel y Miguel, sino el mismo Padre el que le anun­ciaba desde los cielos, y con el Padre el Paráclito, volando a El con sonido de palabras y permaneciendo sobre El. Con verdad dijo por esta razón: Vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre. Y no sólo por esta razón, sino también por las cosas que después se siguieron. Puesto que ya no nos le anuncian solamente los pastores y las viudas y los ancianos, sino la misma naturaleza de las cosas, clamando con una voz más penetrante que ninguna trompeta y con tan grande clamor, que aún desde aquí escuchamos con facilidad su soni­do. Llegó, dice (la Escritura), su fama hasta la Siria (Matth., IV, 24), y se lo reveló a todos: todas las criaturas por doquiera clamaban que estaba ya presente el Rey de los cielos. Los demonios escapaban y huían por todas partes, Satanás se retiraba avergonzado, la misma muerte retrocedió entretanto, y después fue completamente destruida; y quedaba deshecha toda clase de enfermedades, y los monumentos dejaban libres a los muertos, y los demonios a los furiosos, y las enfermedades a los enfermos; y se presentaban a los ojos cosas increí­bles y estupendas, y tales que con razón desearon verlas los Profetas y no las vieron. Porque era de ver cómo se formaban los ojos y cómo Dios mostraba a todos en breve, llevado a cabo en una parte más excelente del cuerpo, lo que todos deseaban ver, a saber cómo del barro había modelado a Adán, cómo miembros relajados y separados de los demás se unían y se trataban con ellos, manos muertas que se movían, pies paralíticos que de repente saltaban, oídos cerrados que se abrían y lengua que sonaba con grandes voces habiendo estado ligada por la mudez. Porque a la manera de un excelente arquitecto, al reparar la naturaleza humana, que era como casa carcomida por el tiempo, las partes ya quebradas las resarció, las desunidas y relajadas las trabó y vigorizó, las completamente perdidas las restituyó por entero.

IV


Y ¿qué decir de la reconstitución del alma, mucho más maravillosa que la de los cuerpos? Gran cosa en verdad la salud de los cuerpos, pero mucho mayor la de las almas, y tanto más, cuanto el alma se aventaja al cuerpo; y no sólo por esta razón, sino también porque la naturaleza de los cuerpos sigue la dirección que le señale el Criador, y nada hay que se oponga; pero el alma, como árbitra de sí misma y con potestad sobre lo que ha de hacer, no obedece a Dios en todo, si no quiere. Porque Dios no quiere, obligada con violencia y contra su voluntad, hacerla hermosa y virtuosa, toda vez que esto ya no es vir­tud: antes conviene persuadirla a que se haga tal por voluntad y de buena gana: por donde esta curación es más difícil que la del cuerpo. Pero con todo, aún esto se llevó a cabo, y se desterró todo género de maldad. Y así como a los cuerpos que curaba no sólo les daba la salud, sino que les comunicaba el más perfecto bienestar, así también a las almas no sólo las libró de lo más extremo de la maldad, sino que la remontó a la misma cumbre de la virtud; y el publicano se convirtió en apóstol, y el perseguidor y blasfemo y ultrajador mostróse a todos predicador de toda la tierra, y los magos llegaron a ser maestros de los judíos, y el ladrón apareció hecho ciudadano del paraíso, y la fornicaria resplandeció por la grandeza de su fe, y la samaritana, fornicaria también, tomó a su cargo la predicación a los de su misma tribu, y cogió en la red a toda la ciudad y se la presentó al Cristo; y la cananea, por su fe y asiduidad, logró que fuera lanzado de su hija un espíritu' malvado. Y otros todavía mucho peores que éstos fueron al punto contados en la lista de los discípulos. Y todo se transformaba de repente, los padecimientos de los cuerpos, las enfermedades de las almas, y se modelaban conforme a lo que pedía la sanidad y la virtud más acabada; y no dos, tres, diez, veinte o ciento solamente, sino ciudades enteras y naciones se convertían al bien con suma facilidad. ¿Y que se puede decir de la sabiduría de los preceptos, de la fuerza de las leyes celestiales, del buen orden de una vida propia de ángeles? Tal fue la vida que nos metió, tales las leyes que nos puso, tal la norma que estableció, que los que las tienen llegan en seguida a ser ángeles y semejantes a Dios en cuanto al hombre es dado, por más que antes hayan sido los peores de todos los hombres.

V


Reuniendo, pues, el Evangelista todas estas maravillas obradas en los cuerpos, en las almas, en los elementos, y además los preceptos, aquellos dones inefables más sublimes que los cielos, las leyes, la institución de vida, la obediencia, las promesas venideras, los padeci­mientos que había de sufrir; emitió esta voz admirable y llena de celestiales enseñanzas: Vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Porque no solamente le admi­ramos por sus maravillas, sino también por sus padecimientos: como porque fue clavado en la cruz y porque fue azotado, porque fue abofe­teado, porque fue escupido, porque en sus mejillas recibió golpes de parte de los favorecidos por él. Ya que justo es que se aplique la misma palabra aún a aquellas cosas que parecen ignominiosas, toda vez que el las llamó gloria. Porque estos mismos sucesos no sólo eran obras de su solicitud y caridad, sino también de potestad indecible. Entonces, en efecto, se aniquilaba la muerte, y se deshacía la maldi­ción, y se cubrían de oprobio los demonios, y eran llevados en públi­co expuestos a la ignominia, y se enclavaba en la cruz la escritura de nuestros pecados. Y ya que estas maravillas se obraban invisiblemen­te, obráronse visiblemente también otras, que demostraban que real-mente era el Unigénito Hijo de Dios y señor de toda la creación. Y así, cuando todavía estaba colgado su santo cuerpo, el sol retiró sus rayos, retembló la tierra y quedó cubierta de sombra, y abriéronse los sepulcros, y el suelo dio sacudidas, y salió afuera una multitud innu­merable de muertos y entró en la ciudad: y cuando ya las piedras del sepulcro de el estaban ajustadas en sus huecos, y todavía se veían encima los sellos, resucitó el muerto, el crucificado, el enclavado, y llenando de gran potestad (o de invencible y divina potestad) a los once discípulos, enviólos a los hombres de toda la tierra para que fueran médicos de toda la naturaleza, y enderezaran la vida de los hombres, y sembraran por todas partes el conocimiento de las ense­ñanzas del cielo, y deshicieran la tiranía de los demonios, y enseñaran los bienes grandes e inefables, y nos evangelizaran la inmortalidad del alma, y la vida eterna del cuerpo (después de la resurrección), y los premios que excedan a todo pensamiento y nunca se han de terminar. Habiendo, pues, este santo (Evangelista) pensado estas y otras mu­chas cosas que él sabía, pero no podía escribir, porque no cabrían en el mundo (ya que si todo se escribiese en particular, dice, creo que ni aún en el mundo podrían caber los libros que habrían de escribirse) (Joan., XXI, 25); habiendo, digo, tenido en cuenta todas estas cosas, clamó diciendo: Vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Pa­dre, lleno de gracia y de verdad.

VI


Así, pues, los que han sido tenidos por dignos de ver tales maravi­llas y de oír tales enseñanzas, los que han gozado de tan grande beneficio, justo es que muestren una vida digna de tales enseñanzas, de suerte que lleguen a gozar de los bienes de la venidera. Porque para este fin vino Nuestro Señor Jesucristo, para que no sólo viéramos su gloria de aquí ', sino también su gloria venidera. Por esta razón dijo: Quiero que donde yo estoy estén también éstos, para que vean mi gloria (Joan., XVII, 24). Y si esta gloria fue tan ilustre y espléndi­da, ¿qué se podrá decir de aquella? Porque no aparecerá en tierra corruptible, ni estando nosotros en cuerpos deleznables, sino en aque­lla creación incorruptible e inmortal, y con tan grande resplandor, que no hay palabras para describirlo. ¡Oh, felices, y tres veces y mil veces felices, los que serán tenidos por dignos de ser espectadores de aque­lla gloria! De ella dice el Profeta: Sea apartado el impío, para que no vea la gloria del Señor (Isaías, XXVI, 10) (1). ¡Que nadie de nosotros sea apartado, ni excluido jamás para no ser espectador! Que si no hubiéramos de gozar de ella, justo sería que también nosotros dijése ­ mos: Bien nos estuviera no haber nacido. Si no, ¿por qué vivimos? ¿por qué respiramos? ¿por qué somos, si no hemos de alcanzar aque­lla vista, si nadie nos ha de conceder jamás ver a Nuestro Señor? Porque si los que no ven la luz solar sufren una vida más acerba que cualquiera muerte, ¿qué deberán padecer los privados de aquella luz? Pues en esta vida el daño para en esto solamente, mas no así en la otra; por más que, aun cuando en solo ello consistiera el mal, ni aun así sería igual el daño, antes tanto más terrible, cuando aquel sol es sin comparación mejor que éste; pero todavía hay que aguardar otro suplicio. Porque el que no vea aquella luz, no sólo debe ser lanzado a las tinieblas, sino arder por siempre, y consumirse, y rechinar los dientes, y sufrir otros innumerables males. No nos despreciemos a nosotros mismos, de suerte que por una breve negligencia y descuido caigamos en el suplico sempiterno, antes estemos despiertos, vigile­mos, no dejemos de emplear medio alguno a fin de obtener aquella dicha y alejarnos del río de fuego que con grande fragor se arrastra delante del terrible tribunal. Porque quien una vez cae en él, preciso es que allí quede por siempre, y nadie habrá que le salve, ni padre, ni madre, ni hermano. Y esto dicen aun los Profetas con sus clamores: el uno cuando dice: No redime un hermano, ¿redimirá un hombre? (Ps. XLVIII, 8); y Ezequiel todavía dio a entender más, cuando dijo: Si se presentaren Noé y Job y Daniel, no librarán a sus propios hijos e hijas (Ezech., XIV, 14, 16). Porque allí sólo vale un patrocinio, el de las obras, y quien de ellas esté desprovisto, imposible que por otro título se salve.

Revolvamos, pues, estas ideas continuamente, y recapacitemos sobre ellas, y purifiquemos la vida y hagámosla ilustre, de manera que veamos con plena confianza al Señor y obtengamos los bienes prome­tidos, por gracia y benignidad de Nuestro Señor Jesucristo, por el cual y con el cual sea el Padre la gloria, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.


 


(1): En el texto griego

La ley natural

(Homilías al pueblo de Antioquía, Xll, 4-5)

Voy a intentar demostraros que el hombre tiene por sí mismo conocimiento de la virtud.

Cometió Adán el primer pecado, e inmediatamente tras el pecado se escondió. Ahora bien, de no saber que había obrado mal, ¿qué necesidad tenía de ocultarse? Porque entonces no había Escrituras ni Ley de Moisés. ¿Por dónde, pues, conoció el pecado y se escondió? Y no sólo se oculta, sino que, acusado, trata de echar la culpa a otro, diciendo: la mujer que me diste me dio del árbol y comí (Gn 2, 12). Y ella, a su vez, echa la culpa a la serpiente (...).

Lo mismo cabe ver en la historia de Caín y Abel. Ellos fueron los primeros en ofrecer a Dios las primicias de sus trabajos. Yo quiero demostraros que el hombre no sólo es capaz de conocer el pecado, sino también la virtud. Que el hombre conoce ser un mal el pecado lo demostró Adán, y que sabe que la virtud es un bien lo puso de manifiesto Abel. Si éste ofreció aquel sacrificio, no es porque lo aprendiera de nadie, ni porque hubiera oído entonces alguna ley que hablara de las primicias; él mismo, su propia conciencia, fue su maestro. De ahí que no baje con mi discurso a tiempos posteriores, sino que me detenga en los primeros hombres, cuando no había letras, ni ley, ni profetas, ni maestros. Allí estaba Adán solo con sus hijos, y por ahí podemos comprender que el conocimiento de lo bueno y de lo malo era un don primero de la naturaleza.

(...) Sin embargo, los griegos no soportan esto. Pues vamos a discurrir también contra ellos, y sigamos en el tema de la conciencia el procedimiento que usamos en el de la creación. No los combatiremos sólo por las Escrituras, sino también por argumentos de razón. Ya Pablo los venció en su lucha con ellos sobre este capítulo.

¿Qué dicen los griegos? No tenemos—afirman—una ley que la conciencia conozca por sí misma, ni infundió Dios nada de eso en nuestra naturaleza. Entonces, decidme, ¿en qué se inspiraron los legisladores de ellos para establecer leyes acerca del matrimonio, del homicidio, de los testamentos, depósitos, avaricia, e infinitas cosas más? Los actuales acaso se inspiraron en sus antecesores, éstos en otros, y otros en los más antiguos; pero estos antiguos y quienes al principio legislaron entre ellos, ¿en qué se inspiraron? ¡Evidentemente, en su conciencia! Porque no van a decir que trataron con Moisés y oyeron a los profetas. ¡No serian entonces gentiles! No, es evidente que los antiguos pusieron las leyes inspirándose en la ley que Dios infundió al hombre al plasmarlo, y por ella se inventaron las artes y todo lo demás.

Del mismo modo se constituyeron tribunales y se determinaron castigos. Que es lo mismo que dice Pablo. Muchos gentiles le iban a replicar y decían: ¿cómo puede juzgar Dios a los hombres anteriores a Moisés, cuando no les envió un legislador, ni les propuso una ley, ni les mandó un profeta, ni un apóstol, ni un evangelista? ¿Qué derecho tiene a pedirles cuentas? Mas escucha la respuesta de Pablo, para demostrarles que tenían una ley que se sabe de suyo y conocían claramente lo que debían hacer: cuando los gentiles, que no tienen ley, hacen naturalmente lo que manda la ley, éstos, que no tienen ley, son ley para sí mismos y demuestran que lo que manda la ley está escrito en sus corazones (Rm 1, 14-15).

¿Cómo puede hallarse escrito sin letras? Porque lo atestigua su propia conciencia y las diferentes reflexiones que allá en su interior ya los acusan, ya los defienden, como se verá aquel día en que Dios juzgará lo oculto de los hombres por medio de Jesucristo, según el Evangelio que yo predico (Rm 2, 15-16). Y poco antes: cuantos sin ley pecaron, sin ley también perecerán, y cuantos con la ley pecaron, por medio de la ley serán juzgados (Rm 2, 12). ¿Qué quiere decir que perecerán sin ley? Que no los acusará la ley, sino sus razonamientos y su conciencia. Ahora bien, de no tener la ley de su conciencia, no debieran siquiera perecer pecando. ¿Cómo perecer si pecaron sin ley? Mas cuando el Apóstol dice que pecaron sin ley, no quiere decir que no tenían ley en absoluto, sino que no tenían ley escrita, pero si la ley de la naturaleza.

En otro pasaje, el Apóstol escribe: gloria, honor y paz a todo el que obra el bien, el judío primeramente y luego el griego (Rm 2, 10). Al hablar así, se refería a los tiempos remotos anteriores al advenimiento de Cristo. Y llama aquí griego o gentil no al idólatra, sino al adorador de un Dios único, pero no ligado por necesidad a las observancias judaicas del sábado, de la circuncisión o de diversas purificaciones. Se trata, en fin, de un gentil que practique toda la virtud y religión. Pues hablando de estos gentiles, dice en otro lugar: indignación e ira, tribulación y angustia aguardan al alma de todo hombre que obra mal, del judío primeramente y luego del griego (Rm 2, 9). También aquí llama griego al que está libre de la observancia judaica. Ahora bien, si no ha oído la ley ni se ha educado con los judios, ¿cómo puede ser objeto de indignación y de ira, de tribulación y angustia, caso de obrar mal? Porque tiene dentro la conciencia que le da voces y le enseña e instruye sobre todo.

¿Cómo se prueba eso? Porque el propio gentil castiga a los que pecan, pone leyes y establece tribunales. Pablo lo pone de manifiesto cuando dice de los que viven en maldad: los cuales, no obstante conocer la justicia de Dios, no echaron de ver que los que hacen tales cosas son dignos de muerte; y no sólo los que las hacen, sino también los que aprueban a los que las hacen (Rm 1, 32). ¿Y por dónde sabían, se dirá, que Dios quiere castigar de muerte a los que viven en maldad? Pues por el hecho de castigar ellos a los que pecan. Porque si no piensan que el homicidio sea un crimen, que no castiguen por sentencia al asesino convicto. Si no piensan que el adulterio sea un mal, que absuelvan de toda pena al adúltero que cae en sus manos. Ahora bien, respecto a los pecados de otros promulgas leyes, determinas penas y eres juez severo, ¿qué excusa puedes tener en lo que tú mismo pecas, con achaque de no saber lo que se debe hacer? Habéis cometido un adulterio tú y el otro; ¿qué razón hay para que al otro lo castigues y tú te tengas por digno de perdón? Si no sabías que el adulterio es un crimen, tampoco había que castigar al otro. Mas si castigas a otro y tú piensas escapar al castigo, ¿qué lógica es ésa que, siendo los pecados iguales, no lo sean las penas? (...)

En conclusión, puesto que Dios ha de pagar a cada uno según sus obras, y nos puso la ley natural y más tarde la escrita, a fin de pedirnos cuentas de nuestros pecados y coronarnos por nuestras virtudes, ordenemos con gran cuidado nuestra vida, como quienes han de comparecer ante el tribunal severo, sabiendo que, si después de la ley natural y la escrita, después de tanta predicación y continua exhortación, todavía descuidamos nuestra salud, no habrá para nosotros perdón alguno.

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